21 octubre, 2008

La niña Quina y su azaroza circunstancia



Folletín en doce capítulos, que puedes leer a continuación:


Caracas, enero 2006

1 La increíble y triste historia de...

Joaquina anda rodando por esos mundos de Dios, desde hace tiempo. Es una chica decidida para su edad. Tanto que primero optó por salir de su Boconó natal, abandonar los páramos para irse a la capital del estado en busca de mejor vida. Pero en unos meses, Trujillo le quedó chico y alzó vuelo para la capital de verdad y aquí está en Caracas, sin tener muy claro qué hacer y con su escasa experiencia laboral a cuestas: unos mese de secretaria de una empresa constructora -allá en los Andes después que terminó su bachillerato comercial- y un curso básico de computación que tomaba en las noches, haciendo un supremo esfuerzo por pagárselo y por aprobarlo. Provenir de una familia andina patriarcal y jerárquica, en donde las decisiones están supeditadas al parecer de la familia, luego al de la comunidad y en última instancia al que deberá tomarlas, no amilana a Joaquina Briceño -blanca, regordeta, pelo negro como crin de caballo, ojillos vivaces, tetona y de boca carnosa - todo empacado en sus veintidos años. Su temple recio le viene por esa casta de personas honradas y trabajadoras, sabedoras de hacer las cosas como se deben hacer. De allí Joaquina tomó su entereza para superar todos los obstáculos. Mayormente el de la pobreza. Desde niña se enfrentó a su Padre -estuvo meses sin hablarle- hasta que le permitió inscribirse para continuar sus estudios de secundaria en el único liceo existente. Luego, compitió con su compañeras de cuarto, en la pensión en Trujillo, para obtener el mísero carguito de secretaria que detentaba hasta el momento de su evasión.

Eran pasadas las diez de la noche cuando tocó a la puerta. Tuvo que esperar unos minutos, hasta que alguien soñoliento se asomara por una pequeña ventana, a efectuar la pregunta de rigor: ¿Quién es, a estas horas? Soy Joaquina Briceño, don Ramón. La hija de su compadre Eustaquio. ¡Mijita y que haces usted aquí! ¿Le pasó algo a mi compadre? Abrame, luego le cuento. Así fue como la fugitiva entró a vivir donde la familia Ramírez; venida desde el mismo pueblo, por los mismos motivos y las mismas penurias. La hospitalidad de la familia Ramírez no estuvo despejada de reticencias, por aquello de que: ¡Que pensará su Papá de usted, Joaquina! cuando se enteraron que te viniste sin permiso y engañando a todos. El día que decidió iniciar su aventura, salió para sus clases como todas las mañanas, con sus poquísimas pertenencias en el morral del liceo. Desayuné, me despidí de todos y especialmente abrazé y pedí la bendición a mi Papá. A media mañana ya estaba embarcada en el autobús que me llevó a Trujillo y de allí en adelante, no paré hasta hacer unos cobres y venirme para Caracas. Así fue la cosa, don Ramón ya estoy aquí. No se preocupe que mañana mismo me pongo a buscar trabajo.

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2 Temporada de ángeles.

La comadre Teotiste ya está en el fogón preparando las arepas y colando café, cuando Joaquina se levanta. Bendición madrina, fue su saludo. ¿Dígame mijita, como están todos por allá? Ambas mujeres conversaron brevemente. La recién llegada informó de algunas de las cosas que la trajeron hasta la gran ciudad. La buena de doña Teotiste, le ofreció cobijo hasta tanto se le enderezaran sus asuntos. Al momento se presentó Otilio, quien miró a la muchacha con ojos inquisitivos. Es Joaquina, la hija del compadre Eustaquio. ¿Usted no la recuerda? dijo la madre. Un breve buenos días, fue todo lo que recibió de bienvenida. Un bullicio infantil llenó la cocina: ésta es Isabel, ésta María y Asunción la más pequeña, dijo la oronda madre. Tras un rápido desayuno, toda la familia se desperdigó por la ciudad en pos de sus quehaceres. Joaquina, no sin antes anotar en un papel la dirección y teléfono de donde se encontraba, se aventuró por las callejas de La pastora –así decía el papel que apretaba en su puño- con rumbo desconocido. En el primer quiosco que encontró compró el periódico del día para ojear los avisos económicos.

Caminando llegó hasta la avenida Baralt. Vio las vitrinas; se aturdió con el bullicio del tránsito, sorteó el paso entre los buhoneros y pensó: ¡Nunca me había imaginado que la capital fuera así de fea! Se detuvo en una farmacia donde vio un aviso: Se solicita ayudante. Entró y salió desilusionada. No cumplía los requerimientos para el puesto. A media mañana y cansada de deambular, se detuvo en una panadería a tomar un refresco. El dueño, un portugués canoso, macizo y rubicundo, inmediatamente le buscó conversación. Así se enteró que Joaquina buscaba ocupación. Para su buena suerte, Joao que así se llama el portugués, le dijo que su paisano Luis tiene una cafetería-arepera y anda buscando una persona para ayudar en las mesas. Entregó las señas a Joaquina y esta se dirigió al lugar indicado. Preguntando, aquí y allá llegó a la cafetería "Las más sabrosas arepas", un lugar amplio, con grandes ventanales que dan a la vía: hay seis mesas, colocadas estratégicamente y un largo mostrador donde se exhibe gran variedad de platos. Detrás de ese mostrador se encontraba Luis. Después de conversar, Joaquina quedó contratada como mesonera. Comienzas mañana mismo, le dijo el dueño. Llegó con la buena nueva a la casa. Esa tarde, conversó con Otilio. Los recuerdos de la infancia común mellaron cualquier desconfianza entre ellos. Pasaron las semanas y Joaquina estaba adaptada, a gusto en su trabajo y feliz en el pequeñísimo cuarto que los Ramírez habían acondicionado para ella.

Uno de esos fines de semana libre, Otilio la invitó al cine y a partir de allí ambos jóvenes se fueron acercado más el uno al otro. El chico era de buen corazón y sanos principios. Aunque había tenido menos oportunidades de estudio que Joaquina, era despierto, cortés y considerado. Eso le agradó a la muchacha que le fue tomando más confianza. Salían o compartían de noche hasta tarde, viendo algún programa de televisión. En una de las tantas noches que se quedaron solos sentados en el sofá de la salita, disfrutando una película, Otilio le confesó que le gustaba y la beso. El joven, se puso de rodillas ante la mujer y suavemente posó sus manos en los muslos de Joaquina, que lo dejaba actuar. Los acariciaba y besaba ardorosamente. Las manos continuaron el recorrido hasta llegar a la entrepierna. Recostada y anhelante no opuso resistencia; al contrario ayudó a deshacerse de su ropa interior. Otilio con suavidad separó las piernas de la chica y zambulló su cabeza en el torno de los muslos de su compañera. Joaquina temblorosa, asustada e inquieta, sintió los labios del hombre que se unían a los de su vulva. La lengua saboreante, recorría succionaba y relamía al punto que hizo gemir a Joaquina y acallar un gutural quejido placentero. Otilio quiso ir más allá penetrando con su lengua, pero halló un impedimento. Se detuvo, se incorporó y preguntó; ¿Eres vírgen? Si, respondió ruborizada.

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3 El paraíso en la otra esquina.

Es un cuarto de hotelucho como cualquier otro en las inmediaciones de Quinta Crespo, destartalado pero limpio. Ella ahora ya no está asustada. Otilio la hace sentir segura. Además ya se conocen. Son varias las veces que en el cine, sentados en las últimas butacas, Otilio le chupa los pezones y hurga en su entrepierna. Ella acuna su verga, la lame -Otilio le enseñó- la recorre con toda su lengua, lo besa y aprieta con sus dedos. Antes que eyacule, se le monta con las piernas abiertas, dándole la espalda. Otilio la abraza, le aprieta las nalgas, la maneja, la hace subir y bajar a su ritmo y antojo. Ahora la novedad es el cuarto de hotel, donde nunca ha estado. Ahora la novedad es la luz, la desnudez, tendidos en la cama. Los detalles del cuerpo: las sinuosidades, las concavidades, las planicies, los colores del vello púbico, su textura. La piel blanca, los labios carnosos y succionadores. Ahora, son los cambios de posición. Los olores y sabores de la crica, los del bálano. El sonido de los quejidos, las risas -ya no hay porque acallarlas- las palabras que se dicen, las que se dejan de decir, aquellas que no se completan: te amo, te am, te …

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4 El túnel.

Demasiado rápido pasó el tiempo y los acontecimientos para Joaquina. Su tesón la hizo adaptarse obligatoriamente a todo: al trabajo, al amor, a la dureza de la vida. En la cafetería cada día se hacía mas eficiente y necesaria. Llegó a encargarse del negocio cuando Luis el dueño, por alguna causa tenía que ausentarse del mismo. Maneja los empleados que se ocupan de la cocina y también asume -eventualmente- el control de la caja. Llegó a contratar otra chica llamada Hermelinda, para que la ayudara con el trabajo de mesera en las horas pico. Yo sola no puedo con todo, le dijo a Luis.

Precisamente estando detrás del mostrador ocupada en ordenar vasos y platos, Luis -de negro bigote, bien plantado y musculoso- le hizo una propuesta amorosa que ella, pensando en su Otilio rechazó de plano. ¡Ni lo sueñes!, le dijo. Pero las cosas no se quedaron allí. Luis continua soñando, insiste y presiona, hasta que una tarde pasado el alboroto de los almuerzos -cuando estaban haciendo cuentas- la agarró desprevenida. Se le arrimó por detrás y comenzó a acariciarle las nalgas. Joaquina, Joaquina ¡voce é muito gostosa! le dice, mientras la acaricia y besa el cuello. Forcejearon; batalló aprisionada por sus fuertes brazos y todo fue en vano. La apoyó contra el mostrador, los vasos se estrellaron contra el piso. Le subió la falda y bajó la pantaleta. ¡No, déjame! decía, pero no la escuchaba. Ya Luis tenía su mástil en ristre y arremetía por detrás contra la concha jugosa de Joaquina. ¿A que negar que te rendiste? Los movimientos acompasados te delatan, indican que si, que si, que te gusta. La turgente verga te ocupa toda ¡Dame, dame, así! le pide y él complaciente, acelera con ritmo desenfrenado y respiración entrecortada, ¡hag, hag, hag! Las bocas se buscan, las lenguas se entrelazan. Los recorre un temblor. Un fogonazo sube por la columna vertebral de Joaquina. Cae rendida, sudorosa y boca abajo sobre el mostrador, soportando el peso de Luis que reposa sobre sus espaldas. Tras la puerta de la cocina se escuchó la risita de Hermelinda.

Esa tarde le pedió a Otilio que no pasara a recogerla. Prefirió caminar la avenida Baralt a pesar del congestionamiento. Se desvió hasta la Plaza O´leary, allí acomodada en un banco trató de aclarar sus ideas. ¡Tan abusador!, pero no puedo negar que me gustó. ¡Ese portu está bien bueno y tiene una tremenda maza! jajaja... La de Otilio es más chiquita. Sabrosa, pero más chiquita. ¿O será que la creí sabrosa porque no había probado otra? Con tal no se entere Otilio. ¡Que no se me note que acabo de tirar con el portugués! Diosito, que no se dé cuenta ! ¿y eso se notará? Buenas noches, doña Teotiste. No dijo más y pasó de largo a la habitación. La llamaron a comer y se excusó: Gracias, ya comí en la arepera. Otlio mijito, vaya a ver que le pasa a esa muchacha. Nada, nada Oti, estoy cansada y me duele la cabeza. Pero algo te pasó que lloraste. No te levantaste al día siguiente. No fuiste al trabajo, ni ese ni el otro día. Cuando doña Teotiste le preguntó, mintió: Me botaron, respondió secamente. Tengo que buscar otro trabajo.

Por intermedio de una agencia de empleos, consiguió un puesto de cuidadora de una niña rica, por allá lejísimos en La Lagunita. ¡Si viera lo que me costó llegar, doña Teotiste! Sí, es para dormir adentro y todo. Saldré cada quince días un fin de semana completo y además me pagarán bien. ¡Pues nos veremos cada quince días Oti! ¿Que más podemos hacer? Así comenzó a cuidar a Gracielita, la hija menor de los Mendizales. Bueno no tanto a cuidarla, la niña pasa casi todo el día en el colegio, pero debe atenderla cuando llega: tener el baño preparado, acomodar su ropa, darle la merienda, recoger su habitación y todas esas cosas. Me dicen la asistenta de la niña Graciela. Sí, esta primera semana en casa de los Mendizales, me gustó. La muchachita es llevadera y el resto de la servidumbre son amables y buena gente. Duermo en las dependencias del servicio. Me acomodaron en una cama litera, con otra chica que se encarga de la limpieza. Todo esto le contaba a su novio, ese viernes en la tarde cuando la fue a buscar. Vamos a escaparnos, le dijo él ¡Te tengo muchas ganas! y yo a ti...Recalaron en un motel en El Hatillo. Otilio parsimonioso como siempre, la fue desvistiendo mientras la besaba y ella respondía a sus besos. Se tendieron desnudos en la cama. Otilio prendió el televisor y había una película porno para ver. Yo quiero que me hagas eso, le dijo. La volteó, apartó las gordas nalgas y su lengua comenzó a hurgar en su ano. No dejaba de ver la televisión. Me van a hacer lo mismo que a ella, pensó. Efectivamente, colocó unas almohadas debajo del vientre de la mujer, luego ensalivó su mentula e hizo el primer intento de penetración. Joaquina se quejó. ¡Tranquila, aflójate!, le aconsejó. No le dio más tregua, se medio incorporó y de un solo aventón entró en el cerrado canal. Ella chilló. No se movieron por unos minutos. Otilio la beso y luego comenzó a moverse lentamente. Ahora ambos se mecían. Joaquina imitaba lo que veía en la televisión. Comenzó a disfrutarlo. ¡Móntame, móntame! le suplicaba desesperadamente. La complació, sus movimientos se hicieron más rudos, sudaba, gemía. Joaquina sintió al hombre temblar encima de ella, luego una tibieza la inundó por dentro.

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5 Tantas veces Pedro.

La vida transcurría tranquilamente para Joaquina. Su nombre fue modificado por la niña Graciela que apelaba al diminutivo Quina y todos la llaman así en la mansión. Sus deberes no eran agotadores. Hasta ayudaba a hacer algunas tareas del colegio a la niña Gracielita, en la computadora y le quedaba tiempo libre, cuando la niña salía con su madre. Ese tiempo supo aprovecharlo Quina. Como nadie la supervisaba -salvo la señora- debido a la deferencia que la familia le tenía. Aprovechó una salida de todos y se arriesgó a encender el computador. Tenía unas tres horas libres, así que se puso a navegar por Internet. En eso estaba, cuando apareció la llamada de un usuario por el chat: Hola querida, ¿como estás?. ¿Que hacer, responder o apagar inmediatamente?. Respondió. De allí en adelante conoció a Pedro, que por lo visto chateaba con la señora Mendizales y eran íntimos amigos. A veces, con mucho susto se arriesgaba para conversar con él. Pedro no notaba mayores cambios en su interlocutora. Era abogado -o al menos eso dedujo- y ella seguía siendo la señora Mendizales, la que lo divertía, lo seducía, lo erotizaba. Hasta que en una ocasión la verdadera señora la pescó infraganti. La despidieron inmediatamente. Ella y la niña Gracielita lloraron al momento de la partida, pero no hubo marcha atrás.

Volvió a la casa de La Pastora. Cuando se podía sustraer de la vigilancia de Otilio, entraba a cualquier ciber-café a chatear con Pedro. Le contó todo lo ocurrido. El se divirtió con su travesura y le señaló que deseaba conocerla. Se citaron en un café por los Palos Grandes. Pedro, en cuerpo entero se llama Pedro Luis Fernández es joven, delgado y alto. Está recién graduado y ella lo percibió llano, desinhibido y simpático. Por otra parte, Quina supo ganárselo, contando francamente toda sus peripecias y situación donde los Mendizales. Continuaron su amistad por Internet. Otras veces se encontraron en un café, o en un cine, hasta que Pedro abiertamente le dijo que le gustaba. Resolvieron el asunto en un motel de la Panamericana. Pedro resultó bueno en la cama, pero no tan delicado como Otilio. Ella desplegó todos sus conocimientos amatorios y para ambos fue un encuentro grato, placentero sin mayores compromisos.

Como continuaba sin encontrar trabajo, recurrió a su amigo. Pedro se comprometió a buscarle alguna salida al asunto. Pasado unos días, chatearon nuevamente y la citó para proponerle algo. Pedro le explicó que él y sus colegas del bufete tenían un lujoso apartamento en La Trinidad, que compartían entre todos para sus encuentros amatorios. Ella viviría allí ocuparía las dependencias de servicio y se encargaría de tener todo a punto: limpio, arreglado y la nevera llena para cuando alguno de ellos requiriera utilizar el piso; también el pago de los recibos de servicios. Eso si, mucha discreción. ¿Cómo rechazar la oferta si tus necesidades existenciales son apremiantes? ¡Acépto!,dijo Quina y se mudó al día siguiente, no sin antes contar a doña Teotiste y a Otlio que sería la dama de compañía de una señora anciana, que requería cuidados. A partir de este momento, Quina comenzó a girar mensualmente dinero a sus padres e ir cada vez menos a la casita de La Pastora. También a partir de ese momento, Pedro a veces iba al apartamento y se acostaban. Eran felices, ambos se disfrutaban sin inconvenientes. A veces antes de comenzar sus encuentros, Pedro fumaba yerba y le enseñó a fumarla. Entonces se sentía libre y cometía todas la locuras que se le ocurrían a Pedro: átame a la cama, métetelo en la boca, mastúrbame con tus pies. ¡Y a ella, que no le hacía!, nunca había imaginado disfrutar así, con tantas cosas que Pedro traía y le enseñaba a usar: ponte esto, pásatelo por aquí, por detrás, por delante, métete esto, bañémonos juntos. ¿Tienes hambre, Pedro? espera ya preparo algo.

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6 Las vírgenes locas.

Que plácida transcurre la vida sin las premuras de la cotidianeidad. Lo único preocupante es que Pedro hace tiempo que no porta por el apartamento y según las normas establecidas, no debe llamarlo, salvo en casos de emergencia. Sólo le queda esperar. Ese otro abogado Juan, vino ayer con una tipa, pero ni le dirigieron la palabra. A la mañana siguiente cuando se levantó ya se habían ido. Pedro apareció después de casi un mes de ausencia, para traerle una buena noticia,¡Me caso!, dijo. Lo abrazó y lloró, pero sinceramente se contentó por su felicidad. Creo que no nos veremos más. Me salgo de este asunto. ¿Y yo que hago ahora? se atrevió a preguntar. Nada todo seguirá igual, hasta que los locos de mis amitgos decidan. Así fue, nada varió sustancialmente sólo que Pedro ya no estaba para ella. Se aburría enormemente, se deprimía. Se fue a la calle. Tomó el Metro y descendió en las cercanías de su antiguo trabajo. Allí todavía estaba Hermelinda, que ahora ocupaba su lugar. Cuando quieras me telefoneas, le dijo y le entregó su numero. Coincidencialmente cuando veía de vuelta, divisó a Otilio por la otra acera. Atravesó entre los carros y corrió a su encuentro, Sentía la necesidad de un contacto amistoso. Sin mediar palabras se abrazaron ¡Te eché de menos! le dijo llorosa. Lo tomó de la mano y subieron a un taxi. Ella le fue contando todo, pausadamente. El escuchó en silencio. Al llegar al edifico, subieron al apartamento. Le mostró la sala, el comedor , la amplia terraza y las dependencias del servicio: aquí duermo yo. Allí se besaron y acariciaron con desesperación e hicieron el amor como hacía mucho tiempo que no lo hacían, con amor. Cuando salió a despedir a Otilio, le metió un cheque en el bolsillo. Para doña Teotiste, le dijo. Sé que le debo mucho más, pero por favor entregaselo de mi parte. Las visitas a la garçonnier se fueron haciendo cada vez más esporádicas. Pedro continuó siendo su amigo y la llamaba muy de vez en cuando para saber de su vida. Era muy feliz casado y en su profesión también ascendía. Hasta era candidato a una dirección en el ministerio. El país cambiaba y con el cambiaban los hombres. ¡En verdad, que de cambios! ¿Hacía cuanto tiempo se había venido de Los Andes? Cuatro años ya. ¡Qué será de mi gente!

Un tarde, Hermelinda telefoneó. ¡Chama, me arreché con el portugués!, no tengo para donde agarrar. Vente para acá, fue tú respuesta. Llegó con sus pocos bártulos y la colocaste en tu misma habitación. Será provisional dijiste, hasta que hable con Pedro. Hermelinda Marcano era una Cumanesa, morena y delgada, que como Quina se vino a la capital en busca de mejores oportunidades. Antes de llegar a la arepera, trabajó en una casa de familia y luego en una fábrica de camisetas. Lo que le faltaba en educación le sobraba en viveza y entendimiento. Así que hicieron buena migas y nadie se enteró que ella estaba allí, pues cuando venían los huéspedes se encerraban en la habitación. Dormían en la misma cama, en la misma donde una tarde calurosa, Quina le dio a probar de la yerba e hicieron las miles de locuras. Se pintarrajearon, se disfrazaron. Tomaron unas cervezas y les dio por desnudarse y compararse los cuerpos; ¡Que blanca eres!, le dijo Hermelinda y tú morenita le contestó la otra entre risotadas. Tremendo culo que te gastas, ¡chama estas gordita!, dijo Hermelinda dándole unas palmadas en las nalgas. No te ocupes, a ellos les gusta así. Jajaja... A ver tus pezones, son bien oscuros, déjame tocarlos. ¿Tu no eres virgen verdad? ¡No, mijaquerida! hace años que salí de eso, respondió Hermelinda. Comenzaron a hablar de sus aventuras sexuales. Entre risotadas y toqueteos se sensualizaron y cayeron en la cama. Enrolladas entre las sábanas, aparecen las delicadas caricias y los besos. Quina tomó la iniciativa y la recorrió con la lengua. Agarró uno de sus pequeños pechos y los chupó con fruición. Hermelinda la acariciaba en la espalda, le apretaba las nalgas. Bajó hasta su vientre y relamió el ombligo. Hermelinda comenzó a balbucear; ¡Rico, que divino!, le abrió las piernas y Quina se metió de lleno a saborear esa oquedad morena y salada. Se regodeó, la mordisqueo, luego succionó el prominente clítoris e introdujo dos dedos que culebreaban en la vagina de su amiga. ¡Chama, me muero! hay que rico ¡No puedo más! suplicaba Hermelinda, mientras se retorcía de gozo. Le acabó en la boca. Quina se retiró sonriente. ¡Gozaste, amiga! ahora me toca a mí. De rodillas con las piernas separadas, puso su sexo sobre la cara de Hermelinda.

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7 El General en su laberinto.

Temprano en la mañana telefoneó Pedro. Ella aprovechó para informarle que su amiga estaba allí. Eso no importa ahora, le dijo él. Escúchame bien: para allá va un General a quien le prestamos el apartamento. Atiéndelo bien, dale lo que pida que se quede el tiempo que quiera y eso si muchísima discreción. Te lo recomiendo, ¡ no me vayas a fallar! No te preocupes Pedro, todo se hará muy bien. Okay; lo de tu amiga lo conversamos luego. Puntualmente a las ocho de la noche tocaron a la puerta. Quina abrió a un hombre maduro, entrecano, corpulento, de ojos verdosos, que para su sorpresa venía vestido de civil. Pasé usted, ¿viene sólo? La persona que debo encontrar vendrá luego, dijo con voz grave. Se sentó en una poltrona de la sala. Quina le ofreció una bebida y el hombre aceptó. Para que no se sintiera desamparado e incómodo - Pedro se lo había recomendado tan encarecidamente- ella también se sirvió un trago y comenzó una trivial conversación. A eso de las nueve de la noche, volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era otro hombre delgado, con bigotes, muy elegantemente vestido y portaba sombrero. Lo hizo entrar y lo llevó a la sala. Al verlo el General se puso de pié y le estrechó la mano. Quina si pudo notar que el visitante tenía un dejo andino -como el suyo- cuando lo escuchó decir: Buenas noches, perdone la demora. Cuando Quina estaba a punto de retirarse, el General se dirigió a ella y le espetó: Necesitamos más privacidad. Me indicaron que podría utilizar alguna habitación. Claro, dijo ella, pase usted y los hizo entrar a la habitación principal del apartamento. Luego cerró la puerta y se fue a su cuarto a contarle Hermelinda lo que acababa de suceder. La reunión de los dos hombres fue corta, quizá una media hora. Cuando sintió llamar ¡Señorita Quina! salió a la sala y los dos hombres estaban nuevamente allí, sentados. Mi amigo se marcha, le dijo el General. Ella lo acompañó hasta la puerta. En la sala escuchó la voz grave que dijo, me tomaré otro güisqui, por favor. Quina le sirvió un nuevo trago y se sentó a la orilla del sofá para acompañarlo. ¿Conque usted es de los Andes ? le preguntó. Si señor, de Boconó. ¿Y está soltera? Si señor, solterita. ¿Y ésta es su casa ? Si, señor, por lo pronto. Ambos rieron. El General terminó su trago, se levantó, fue hacia la puerta y antes de abrir le dijo: Gracias por su atención. Quizá nos volvamos a ver, le beso la mano y salió.

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8 Las armas secretas.

A la mañana siguiente apareció Pedro en el apartamento. Quina lo atendió todavía en batola de dormir. Muy inquieto preguntó como había salido todo. Algo raro pero bien y rápido, contestó ella. ¿De que se trata?, le preguntó. ¡Ni te enteres!, le contestó Pedro. Mientras menos sepas de esto mejor. ¿Puedo desayunar contigo? tomaron café con leche y se comieron unos bollitos que había preparado Quina el día anterior. Hermelinda hizo acto de presencia en la cocina. Esta es mi amiga, de la que te quería hablar. Charlaron entre los tres. Pedro no puso reparos a la permanencia de Hermelinda en el apartamento, siempre y cuando sus socios ni se enteraran. Terminaron el desayuno y Pedro se levantó. Nos hiciste un gran favor, le dijo a Quina antes de partir. Favores los que yo te debo, respondió ella. Le dio un beso en la mejilla y le susurró: Te extraño. Pedro la beso y cerró la puerta. Después de varia semanas, la visita del General se repitió por segunda vez una tarde y sin previo aviso. El hombre le hizo saber a Quina que ahora hacía una visita de cortesía y que venía solo. A la muchacha le cayó de sorpresa su presencia inesperada: Me agarra usted en ropa de casa, señor. No se ofenda, usted es bonita así. Quina no tuvo mas recurso que dejarlo pasar. Lo llevó hasta la cocina -allí se hallaba Hermelinda en sus quehaceres- y le ofreció café. El General Wilfredo Vilamizar -así dijo llamarse- se hizo dueño del patio. Amigablemente conversó con las muchachas. Se enteraron que estaba a punto de retiro y separado de su mujer, pero para guardar las apariencias aún convivían. Además yo estoy muy viejo para divorciarme, dijo entre chanzas. Ellas le contaron algunas cosas de sus vidas. La visita duró hasta que el General se tomó su último sorbo de café. Al despedirse, le volvió a decir a Quina; Señorita nos volveremos a ver. Cuando Quina se devolvió a la cocina, vio a Hermelinda espiando por la ventana, para ver con quién había llegado el General. Un carro con escolta lo esperaba abajo. Ese tipo es raro, dijo Quina. ¿Que buscará ese hombre ? ¡Pendeja! te busca a ti, le dijo Hermelinda.

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9 La casa verde.

Recibió su llamado no sin extrañeza, hacía meses que no sabía de él. Señorita Quina, soy Wilfredo. La llamo para invitarla. Esta tarde a eso de las siete mi chofer pasará a recogerla. ¡Pero!, no le dio tiempo a terminar las palabras, ya había colgado. Pidió parecer a Hermelinda y ésta la animó; ¡Anda boba! total qué tienes que perder. Se arreglo discretamente. Hermelinda la ayudó a maquillarse y recogerse el pelo. A las siete en punto un hombre tocó a su puerta y se identificó como el chofer del General Vilamizar. Quédate tranquila Herme, que hoy no viene nadie para acá. Si se presenta alguna cosa, me llamas al celular. Se abrazaron y salió...

No sabría decir por donde transitó el vehículo, pero si que estuvo como veinte minutos o más rodando. Llegaron a un sitio donde había una garita y varios soldados. Era un edificio vetusto y grande. En la puerta con traje de civil ya esperaba el General. Subió al carro y dijo; ¡Señorita Quina que placer me da volverla a ver! ¿Como está usted, General? Muy feliz de reencontrarla y dirigiéndose al chofer: arranca Antonio, tu sabes donde. Fueron a un restaurante alejado de la ciudad, con un bello mirador desde donde se divisa toda Caracas. Los hicieron pasar a un reservado. El General muy atento, le dijo: Me he permitido escoger el vino y la cena, según mi gusto. Espero que a usted no la incomode. En absoluto, respondió Quina ¡ya me he dado cuenta que usted manda.¡ Jajaja.!.. Brindemos por este encuentro, le dijo él. Pasemos un momento grato y no se asuste que dentro de poco sabrá cuales son mis intenciones. Mentirías Quina, si dijeras que disfrutaste la cena. Estabas tan tensa que a duras penas lograbas pasar bocado. Decidió alivianar su sufrimiento con el vino. A los postres supo las intenciones del General, que le habló en estos términos: Querida señorita, como usted ya sabe estoy a punto de retiro. Dado mi alto rango he tenido las posibilidades de efectuar algunas inversiones en negocios no muy lícitos que digamos, especialmente con la "hermana república". Temo que al momento de retirarme y no tener las necesarias conexiones, mis inversiones puedan correr riesgo. Además factiblemente salga para una embajada. En resumen la necesito a usted para que funja de testaferro. General, ni siquiera sé que significa esa palabra, contestó Quina. El general tuvo la paciencia de explicarle y además calmar todos sus temores. Finalmente ella le dijo: Por favor déme usted unos días para pensarlo. Lo voy consultar con un gran amigo, él me podrá orientar. Me parece bien, respondió el General. Si se refiere a Pedro, es mi yerno. ¿Quién cree usted que me la propuso? Cuando llegó al apartamento estaba visiblemente agitada. ¿Qué pasó, Quina? El tipo te pidió en matrimonio, dijo Hermelinda, siempre en son de chanzas. ¡No chama, algo mucho peor! 

Las cosas se fueron desenvolviendo según lo planeado por el General y por Pedro. Quina y Hermelinda, fueron mudadas a un lujoso piso en La Castellana, a nombre de la primera. Ahora había que aparentar para poder tener. Hasta podían contar -eventualmente- con Antonio el chofer. La relación con Pedro se mantuvo en términos puramente legales. Quina sabía que siempre contaría con su incondicional amistad, como se lo demostró en reiteradas ocasiones. Se hizo habitual en el nuevo apartamento, la realización de cenas, fiestas y francachelas para los invitados extranjeros que venían esporádicamente a cerrar negocios con el General. Si en su gusto estaba, Quina y su amiga podían pernoctar libremente con cualquiera de ellos que fuera de su agrado. Así, se fue ampliando su círculo de relaciones con la crema y nata del régimen de turno. La ocurrente de Hermelinda, le dijo una mañana que estaban tomando café en la cocina -trasnochadas de la fiesta anterior- sólo falta que vengan los curas.

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10 El reino de este mundo.

Como si no fuera suficiente con tanta bonanza, Pedro fue designado Director en el Misterio. Las mujeres decidieron hacer un agasajo a su benefactor e invitaron un pequeño grupo a cenar. Entre ellos por supuesto el General Wilfredo Vilamizar. La velada transcurrió muy gratamente. Los invitados se ausentaron temprano, después de comer opíparamente y catar buenos vinos. Hermelinda se retiró a su dormitorio -ahora tenía cuarto propio- un poco indispuesta por la mucha bebida. Quina y el General quedaron solos en el frescor de la terraza. Mientras tomaban un güisqui, Quina de pié apoyada en la baranda, contemplaba la ciudad nocturna con sus luces y la gran sombra de El Avila. El General la contemplaba a ella. Quina en un arrebato de nostalgia dijo: ¡Cómo estará mi gente allá en los Andes! Hace tanto que no sé de ellos. Si me vieran no me reconocerían. Unas tenues lágrimas rodaron por sus mejillas. El General alargó el brazo, la tomó de la mano y le dijo: ¡Ven mi niña, ven! Quina se sentó en sus piernas. El la rodeó con sus brazos mientras ella lloraba en su hombro. Le acarició el rostro y sorbió sus las lágrimas. Luego la beso tiernamente. Quina no se sorprendió, por el contrario le dijo; ¡Hace tiempo esperaba esto! Lo besó apasionadamente. Recompuso la postura y se colocó a horcajadas sobre el hombre reclinado en la butaca. Lo ayudó a desabrocharse la camisa, ella misma aflojó la correa. Lo besó en el cuello, le mordisqueó la manzana de Adán, lamió sus tetillas. Sensualmente se rindió al placer. Sintió recuperar todas esa sensaciones que creía olvidadas. Luego Quina se quitó la ropa y permaneció sólo con su diminuto bikini. Abrió el pantalón del general para liberar al guerrero ya listo para la batalla. Lo puso en el canal de sus grandes senos y allí lo acunó por unos minutos. Luego comenzó a lamerlo y acariciarlo mientras introducía el glande en su boca. Solo se escuchaba la respiración vagarosa del hombre y el succionar de Quina. Cuando sintió el temblor lo introdujo completamente y oprimió los labios. El General lanzó un quejido y después de unos segundos ella deglutió. Se quedaron inmóviles por unos momentos. Entonces él la hizo acercarse y la beso.
Desapareció su cara entre los pechos de la muchacha. Aspiró su aroma. La escudriñó olfativamente: en las axilas, en el ombligo, en el sexo. Se entretuvo palpando los muslos y las voluminosas nalgas. Quina se liberó de la pequeña prenda que escasamente la cubría. Jugueteo con el pene en su pubis antes de introducírselo lentamente. Asida al cuello de Wilfredo se contorsionaba sensualmente. Comenzó a balbucir incoherencias. Acoplados en un frenético vaivén ambos llegaron al clímax. Quina reclinó la cabeza en su hombro, lo beso en la mejilla y le dijo quedamente: ¡Te quiero General! Y yo a tí, niña Quina.

continúa...

11 Las buenas conciencias.

Los meses que Quina pasó con su general fueron los más felices de su vida. Ciertamente que no se veían a diario y quizá por eso atesoraban aquellos momentos en que podían quererse. Pero el tiempo se esfuma rápidamente, mucho más para los amantes que egoístamente desean retenerse el uno al otro. Se te hizo corta la dicha con tu General. Ahora él está en una embajada por allá por Australia. ¡Coño, esa vaina si queda lejos! dijo Hermelinda, tan rotunda en sus expresiones. Wilfredo partió evitando la despedida, quizá para mantener la ilusión de un breve alejamiento, o quizá por que se le hacía muy difícil apartarse de Quina... Antonio el chofer, sirve a las señoras. Hace servicio completo, puesto que algunas noches duerme en casa con Hermelinda. Pedro continúa en el Ministerio y jamás ha dejado de tutelar a Quina. Ya es padre de dos niños. Los negocios ya no tan prósperos con antes, se han visto empañados por el mentado Plan Colombia. Afortunadamente Pedro es bien habilidoso en eso que llaman lavar dinero y aquí no ha pasado nada. Quina se permite vivir pero sin tanto despilfarro como antes. Tampoco hay tantos agasajos, pero todavía hay dinero para enviar a los Andes periódicamente y hacer un viaje a Miami, que se inventó Hermelinda para distraer a Quina y hacerla olvidar a su General. Antonio las dejó en el aeropuerto. Volverán dentro de quince días. Pedro que no pierde pista, también encargó a Quina hacer unos contactos de negocio en Miami, con un exportador de maquinaria pesada para eso del petróleo. Bueno, yo de eso no se mucho, pero llevo los papeles y luego traigo el contrato que es lo importante, le dijo Quina.

Se divirtieron un montón. No desdeñaron de su condición de nuevas ricas y mister Jackson -así se llama el socio gringo de Pedro- las alojó en un condominio de su propiedad. Fueron atendidas maravillosamente y de noche no hubo discoteca a donde no las llevara. Mientras Quina y Mr. Jackson bailaban, la loca de Hermelinda se levantó un cubano balsero y esa noche se esfumó hasta la mañana siguiente. Hubo paseos, visitas a los sitios y parques turísticos y no faltaron las consabidas compras: para ellas, para la casa, para Pedro y Antonio. ¡Lástima que no pueda comprarle nada a mi General!, dijo Quina mientras veía unas finísimas pijamas de hombre. La última noche en Miami, hicieron una cena criolla para el gringo. Al momento de salir en el aeropuerto, Mister Jackson reapareció con sendos ramos de flores. En la tarjeta de Quina decía en perfecto español: ¡Nunca la había pasado tan bien con una mujer!


    Continúa..                                                                             

12 Final del juego...

Quina se trajo de Miami un lap-top, con la sola intención de comunicarse con el embajador. ¡Chama, te enamoraste duro!, le dijo Hermelinda. Así, al menos dos veces por semana se decían cuanta falta se hacían el uno al otro. Cuando le daba por desvariar, le contaba al General que todo los días rezaba para que cayera el gobierno y lo devolvieran al país. Ocasionalmente también Mr. Jackson entraba al chat. Entonces se divertían y se permitían ciertos atrevimientos lujuriosos. Con el corre del tiempo, Pedro terminó por vender tan lujoso piso y por orden del General, compró a Quina un apartamento más modesto y pequeño en Colinas de Santa Fe, esta vez de su entera propiedad. La despierta de Hermelinda, después de pasar todo esa racha de bonanza decidió ponerse a estudiar peluquería, con miras a montar junto a su socia, su propio negocio. Quina continuaba en su papel de testaferro de las pocas negociaciones que aún pudieran hacerse y quién sabe hasta cuándo.
Una tarde que salió de compras sola -mientras Hermelinda estaba en la academia de peluquería- sin saber porqué razón, se llegó hasta la casa de La Pastora. La familia ya no estaba allí. El señor del quiosco de periódicos le contó que don Ramón había fallecido y la familia se había devuelto con muerto y todo para los Andes. A Quina se le encogió el corazón. De vuelta a casa, comentó a Hermelinda lo que le había afectado la visita a la casa de sus antiguos benefactores. Se me revolvieron los recuerdos, le dijo entre lágrimas. Lo peor es que nunca sabré si mi Papá al fin, me perdonó la escapada. ¿Y por qué no lo averiguas, le dijo Hermelinda ? Boconó queda ahí mismo...

                                                                         
                                                                              FIN

Caracas, enero 2006