21 octubre, 2008

6 Las vírgenes locas.

Que plácida transcurre la vida sin las premuras de la cotidianeidad. Lo único preocupante es que Pedro hace tiempo que no porta por el apartamento y según las normas establecidas, no debe llamarlo, salvo en casos de emergencia. Sólo le queda esperar. Ese otro abogado Juan, vino ayer con una tipa, pero ni le dirigieron la palabra. A la mañana siguiente cuando se levantó ya se habían ido. Pedro apareció después de casi un mes de ausencia, para traerle una buena noticia,¡Me caso!, dijo. Lo abrazó y lloró, pero sinceramente se contentó por su felicidad. Creo que no nos veremos más. Me salgo de este asunto. ¿Y yo que hago ahora? se atrevió a preguntar. Nada todo seguirá igual, hasta que los locos de mis amitgos decidan. Así fue, nada varió sustancialmente sólo que Pedro ya no estaba para ella. Se aburría enormemente, se deprimía. Se fue a la calle. Tomó el Metro y descendió en las cercanías de su antiguo trabajo. Allí todavía estaba Hermelinda, que ahora ocupaba su lugar. Cuando quieras me telefoneas, le dijo y le entregó su numero. Coincidencialmente cuando veía de vuelta, divisó a Otilio por la otra acera. Atravesó entre los carros y corrió a su encuentro, Sentía la necesidad de un contacto amistoso. Sin mediar palabras se abrazaron ¡Te eché de menos! le dijo llorosa. Lo tomó de la mano y subieron a un taxi. Ella le fue contando todo, pausadamente. El escuchó en silencio. Al llegar al edifico, subieron al apartamento. Le mostró la sala, el comedor , la amplia terraza y las dependencias del servicio: aquí duermo yo. Allí se besaron y acariciaron con desesperación e hicieron el amor como hacía mucho tiempo que no lo hacían, con amor. Cuando salió a despedir a Otilio, le metió un cheque en el bolsillo. Para doña Teotiste, le dijo. Sé que le debo mucho más, pero por favor entregaselo de mi parte. Las visitas a la garçonnier se fueron haciendo cada vez más esporádicas. Pedro continuó siendo su amigo y la llamaba muy de vez en cuando para saber de su vida. Era muy feliz casado y en su profesión también ascendía. Hasta era candidato a una dirección en el ministerio. El país cambiaba y con el cambiaban los hombres. ¡En verdad, que de cambios! ¿Hacía cuanto tiempo se había venido de Los Andes? Cuatro años ya. ¡Qué será de mi gente!

Un tarde, Hermelinda telefoneó. ¡Chama, me arreché con el portugués!, no tengo para donde agarrar. Vente para acá, fue tú respuesta. Llegó con sus pocos bártulos y la colocaste en tu misma habitación. Será provisional dijiste, hasta que hable con Pedro. Hermelinda Marcano era una Cumanesa, morena y delgada, que como Quina se vino a la capital en busca de mejores oportunidades. Antes de llegar a la arepera, trabajó en una casa de familia y luego en una fábrica de camisetas. Lo que le faltaba en educación le sobraba en viveza y entendimiento. Así que hicieron buena migas y nadie se enteró que ella estaba allí, pues cuando venían los huéspedes se encerraban en la habitación. Dormían en la misma cama, en la misma donde una tarde calurosa, Quina le dio a probar de la yerba e hicieron las miles de locuras. Se pintarrajearon, se disfrazaron. Tomaron unas cervezas y les dio por desnudarse y compararse los cuerpos; ¡Que blanca eres!, le dijo Hermelinda y tú morenita le contestó la otra entre risotadas. Tremendo culo que te gastas, ¡chama estas gordita!, dijo Hermelinda dándole unas palmadas en las nalgas. No te ocupes, a ellos les gusta así. Jajaja... A ver tus pezones, son bien oscuros, déjame tocarlos. ¿Tu no eres virgen verdad? ¡No, mijaquerida! hace años que salí de eso, respondió Hermelinda. Comenzaron a hablar de sus aventuras sexuales. Entre risotadas y toqueteos se sensualizaron y cayeron en la cama. Enrolladas entre las sábanas, aparecen las delicadas caricias y los besos. Quina tomó la iniciativa y la recorrió con la lengua. Agarró uno de sus pequeños pechos y los chupó con fruición. Hermelinda la acariciaba en la espalda, le apretaba las nalgas. Bajó hasta su vientre y relamió el ombligo. Hermelinda comenzó a balbucear; ¡Rico, que divino!, le abrió las piernas y Quina se metió de lleno a saborear esa oquedad morena y salada. Se regodeó, la mordisqueo, luego succionó el prominente clítoris e introdujo dos dedos que culebreaban en la vagina de su amiga. ¡Chama, me muero! hay que rico ¡No puedo más! suplicaba Hermelinda, mientras se retorcía de gozo. Le acabó en la boca. Quina se retiró sonriente. ¡Gozaste, amiga! ahora me toca a mí. De rodillas con las piernas separadas, puso su sexo sobre la cara de Hermelinda.

continúa...

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