26 noviembre, 2007

Ultima voluntad



Es mi voluntad, mi derecho y así está pautado. No quiero confesiones, ni halagos; ¡al carajo! Sólo que me traigan lo que pido, de lo contrario nada. Esas fueron sus últimas palabras al Alguacil de la cárcel.

Esa noche la trajeron. Era una mujer menudita sin mucha presencia física, pero quizá con bastante arrojo –o mediante una paga muy alta- para acceder a pasar la noche con un tipo así. Entró en la celda en el pabellón de la muerte donde él ya lleva semanas esperando. Lo vio allí de pie y le pareció muy alto y corpulento o sería quizá su reticencia, sus temores, que hizo que así lo percibiera. Me llamo Peter y tú. Me dicen La Menuda por mi porte, pero me puedes llamar Malú. Esbozó una leve sonrisa; ese nombre siempre me gustó. ¡Acércate!, la conminó imperioso. Cerró el postigo de la celda y se sacó el uniforme a rayas Ella colocó sus pertenencias sobre el duro camastro.

Lo contempló de arriba abajo, era un tipo fornido, con un extraño tatuaje sobre el bicep izquierdo y una portentosa hombría que no desentonaba con el resto de su anatomía. Para ser un tipo que pronto moriría le pareció de buen talante, quizá hasta amable -incapaz de haber podido cometer aquellos terribles delitos que le imputaban- cuando con delicadeza, sus manazas la desnudan. Tú déjame hacer, recuerda que ahora mando yo aunque sea por última vez, le dijo a medida que la sobaba.

Tuvo que inclinarse un poco para rodearla. Entre la suya desaparece la diminuta boca. Ella responde a sus ardores; le manosea la méntula, los testículos, las nalgas. Colgada de su cuello la sostiene, para que a horcajadas cabalgue sobre su miembro erecto y engrandecido. Se frota sobre la cabalgadura. Al sentir un estremecimiento la detiene. Alzada en vilo, le chupa los pequeños pechos que ocupan su boca. Luego nuevamente la cuelga de su cuello. Las piernas de la mujer a duras penas rodean las caderas del hombre. Sus manotas abarcan las nalgas; un grueso índice se introduce férreo. Entrecortados gemidos acusan el placer.

Como si fuera una niña pequeña la coloca sobre sus hombros. Con su fortaleza la sostiene. El púbis está directamente sobre su cara mortecina. Se hunde en la oquedad. Ella se retuerce de placer. ¡Así, así, cómeme! Tiembla, languidece. Un sabor acre le invade la boca.

Ahora, siempre cargada -la maneja cual títere- sentados sobre el camastro la coloca sobre sus piernas de espaldas a él. Reposa sobre sus hombros tersos: aspira el olor de su pelo. Con lengua y dientes recorre el surco vertebral. La mujer, gime, balbucea. Ensalivando una mano, unta su falo. Lentamente comienza a recorrer el pasadizo que lo oprime. Con la mano libre acalla el grito. Espera unos segundos para completar la faena y suelta la boca prisionera. La balancea: arriba, abajo, arriba, abajo. Los sonidos del placer acompañan el vaivén. Contra la nuca, siente ahora sus resuellos. Un fuerte chorro tibio rebasa su trasero.

Se tira en el camastro. Malú se incorpora. Luego de contemplarlo unos minutos, con parsimonia se asea y comienza a ordenar su aspecto. ¿Por qué, las mataste? Ya no tiene importancia, le responde. En otras circunstancias, quizá tú hubieras sido una de ellas. ¿A qué hora será? Mañana a primera hora. Esperaré aquí contigo, ¿Puedo? y se ovilla a su lado. Abrazó a la chica y dijo con voz resquebrajada: ¡Perdóname, perdóname por todas las otras!



Málaga, enero 2004
Illustración: Bearsdley