17 diciembre, 2006

La tela de Penélope



Es el más delicioso juego que por siglos hemos jugado los humanos. Práctica que considero tampoco está vedada a los seres irracionales, si deseamos entender por igual al cortejo previo a la cópula. Los humanos estamos predispuesto a su ejercicio elaborándolo y reelaborándolo incansablemente en cada jugador. Pensadores –con los cuales no puedo parangonarme- han incursionado en su consideración: Baudrillard, Alberoni, Octavio Paz, otorgándole credenciales de variado corte.

La seducción es un arte que generalmente se aplica al plano amoroso, pero su espectro es más amplio. Enriquece mente, cuerpo y espíritu. La creatividad que implica desafía la mente para no caer en monotonías. El cuerpo se siente invadido por erotizaciones fantasiosas. El espíritu se renueva con emociones inesperadas y promesas esperanzadoras, que pueden llegar a concretarse en la prueba sensorial de lo físico. La belleza de la seducción consiste en su esencia lúdica, sensual, sexual y libre. Nunca directa, siempre sugerida, oculta –interpretando signos- para no rasgar el encantamiento.

La seducción es una relación de amor mediante la participación voluntaria del sujeto, para el logro de su rendición. No tiene nada que ver con la manipulación, que implica una situación de poder y es la quiebra involuntaria del otro. La relación entre ambas –seducción y manipulación- semeja a la existente entre erotismo y pornografía.

No existe seductor sin seducido ni viceversa. Una ambivalencia que va incrementando el placer-sufrimiento. Dice Baudrillard “seducción y perversión mantienen relaciones sutiles”, que comporta y termina por conducirnos a situaciones extremas. Entonces se consigue lo deseado. Aquello por lo cual se desplegaron todas las imaginaciones y los esfuerzos. Todo se transforma en un sortilegio que entrega sus frutos. Así el que obtiene lo que supone su logro -engañado por un falso triunfo- termina por convertirse en el seducido. Ha traspasado la sutil línea divisoria. Se da cuenta -si acaso- de la paradoja de caer en su propia trampa. Ha tejido su dependencia del otro para completar su propósito. Luego los tan deseados bienes -al verificarse en lo real- pierden todo su encanto. Punto de no retorno, que nos impele a elaborar otra red que siempre será el mismo tejido. Como la tela Penélope...


Caracas, 2004
Ilustración: L.Alma-Tadema

La Mantuana


(a Ana Milagros Mijares, reducto del mantuanaje caraqueño)

Estimar que la reclusión de Angélica en un claustro garantizaría una inexpugnable seguridad a su mantuano linaje, era la ingenua suposición de Don Gervasio De La Fuente y Torrentes. Sin mediarlo más y a pesar de las lagrimas de su mujer y su hija -especialmente de ésta última- la ingenuidad pasó a ser acción. Así, Doña Angélica De La Fuente con dueña y todo fue a parar al convento de las Reverendas Madres Concepciones, hasta tanto su señor padre concierte un provechoso casorio.

Todo este embrollo comenzó por el revuelo acaecido en la Catedral el día aciago de Corpus. Don Gervasio hizo acto de presencia acompañado de Angélica y toda su comitiva en el atrio del templo. Los allí presentes se quedaron sin aliento; los hombres, por la pasmosa belleza de la joven y las mujeres por la envidia. En efecto los atributos y galanura que adornaban a la heredera de la familia De La Fuente, se quedaban cortos del dicho al hecho. Lo que venía a corroborar que nunca nadie portó un nombre tan mal endilgado ¿Cómo podía ser angélica quien levantaba tan endemoniados deseos? Esto bastó y sobró para que los mozalbetes de la ciudad intentaran el asedio a tan codiciado tesoro. Don Gervasio tomó las previsiones del caso colocando a su hija a buen resguardo.

Los primeros tiempos de encierro y privaciones causaron en la bella un estado nostálgico que hicieron temer por su salud. Debido a esto le fue asignada la frecuente visita del Capellán del convento, quien hacía el mayor acopio para poder acudir al encuentro de tan perturbadora belleza. Doña Angélica supo sacar ventaja de sus precarios recursos. No porque su padre lo decidiera iba a permitir se agostara, entre maitines y salmodias todo aquel torrente vital que le corría por las venas. Como era de esperarse el único varón a su alcance comenzó a sufrir el acoso de la reclusa. Dedujo que si para Francesca y Paolo había dado resultado aquello de las lecturas, no veía ella por que habrían de fallar en su caso. Así que de lecturas piadosas pasó a frecuentes confesiones de pecados veniales. Luego la pecadora optó por los carnales y concupiscentes.


En contraparte el casto confesor recurrió a las flagelaciones y cilicios para calmar sus malos pensamientos, acicateados por las insinuaciones de la jovencita. También a causa de esos tres diminutos lunarcillos negros -justo allí en medio de los senos- que Angélica no dudaba en mostrar maliciosamente, cuando se reclinaba para sus frecuentes comuniones. Pero lo que más lo conturbaba era ese olor hormonal e indefinible que la joven exhalaba por los poros, y que él percibía a través de la rejilla del confesionario exacerbándole los sentidos.

Aquella tarde ordenó a su dueña ir por el confesor. El Padre Evaristo a su pesar -por la disyuntiva en que lo colocaba esa petición- apeló a los deberes de su ministerio y accedió.

La esperó en el confesionario. A los pocos minutos cerró los ojos e inhaló el aroma que precedía a la Mantuana. Al abrirlos se percató que ella no estaba reclinada ante la ventanilla, sino que irrumpió dentro del confesionario. De pié y en actitud desafiante observaba al confesor demudado y anhelante. Angélica cayó de rodillas ante el joven cura. El misal y la estola rodaron a sus pies. Sacó habilidades hasta entonces desconocidas para ella. Levantó la sotana y abrazó las piernas de Evaristo quien paralizado y totalmente expectante no opuso resistencia. No imaginó Doña Angélica que el asunto fuera a complicársele de tal manera. Para su sorpresa debajo de aquel faldón había a unos pantalones y dentro de ellos un bulto que latía justo allí frente a su cara. Este revés no amilanó a la curiosa. Beneficiándose de la indefensión del oponente aprovechó para desliar la prenda. Vio por primera vez -en sus cortos años de vida- el inequívoco signo de la virilidad del confesor. Ella no pudo precisar de donde sacó tanta iniciativa. El no entendió cómo rindió sus votos ante tan pecaminoso acto. La jovencita con la sapiencia y espontaneidad que los instintos deparan besó, lamió, acarició y chupeteó el bálano que respondiendo a sus caricias se ensanchó y de forma acompasada, entraba y salía de tan cálido recinto.

No pudo más. Tomó a la mujer de las axilas y la incorporó ante sí. Levantó sus enaguas y hundió la cara en su vientre. Absorbió aquel olor -indefinible e inquietante- que llevaba instalado desde siempre en su pituitaria. De un solo tirón desgarró el calzón de Angélica quien gemía y balbucía incoherencias que lo instaban a continuar. La colocó a horcajadas sobre su sexo. Ambos cayeron en el banco. El grito de la joven fue amordazado por la mano de Evaristo. Su boca -ávida después de tantos años de sequía- absorbió de los labios y la lengua de la chica. A la vez con manos trémulas, acariciaba aquellos lunares y los pechos que tan golosamente se le ofrecían. Lentamente con ritmo regular el balanceo de ambos les permitió acoplar su disfrute. Angélica se contorsionó hacia atrás. Lanzó un incoercible quejido que retumbó en la capilla y que esta vez no pudo ser acallado por Evaristo, quien en ese mismo instante había perdido todo sentido de coordinación. Entonces se zafó del abrazo. Levantó delicadamente a la chica -aún desfalleciente- y la puso sobre la banqueta. Recogió estola y misal. Acomodó su apariencia lo mejor que pudo y salió del confesionario.

A partir de aquel encuentro el Capellán se volcó con mayor dedicación a su ministerio. A diario impartía los sacramentos a diestra y siniestra. La Madre Superiora al ver como Angélica cambió su inicial actitud ante la estadía forzada en ese recinto sagrado, llegó a considerar la posibilidad de su ingreso al claustro en calidad de novicia. Como los designios de Dios hasta para sus esposas son desconocidos, cuando el aya solícita fue a la celda de Angélica a despertarla consiguió su lecho intacto. La jovencita fue buscada por todo el convento. Su desaparición causó gran alharaca y estupor. Antes de decidirse a notificar a Don Gervasio, las monjitas optaron por esperar la misa para solicitar consejo del Capellán. Pasó la hora de la misa, esperaron hasta el ángelus y el Padre Evaristo no portó por el convento...


Caracas, 2001

Como si fuera ayer


Ya hace cuatro meses que no veo a Julia y aún así cuando la recuerdo, me da en lo güevos. Creo que mientras funcionó los dos primeros años fueron los mejores de mi vida. Quizá ella también opinará lo mismo. ¿Quién sabe? Luego todo se va agotando. Se instala la rutina que no deja espacio a la incertidumbre. Comienza el distanciamiento y la vida se va al carajo. Sólo me resta esta vaina, como una nostalgia que no se definir. Por eso prefiero recordar la buena cama y no esas pequeñas desavenencias que van royendo todo. Por eso mismo si ella quisiera seguiría allí. Por eso suprimiría todo lo demás; aquí no ha pasado nada y me la seguiría cogiendo. Por eso es que Julia siempre me vuelve a suceder…

Aún tengo las llaves, así que abrí la puerta y como es costumbre pregunte: ¿Hay alguien en casa? La llamé pero nadie respondió. Fui a la cocina y nada. Fui al estudio y tampoco. Escuché el ruido que salía del baño –la puerta estaba entreabierta- y cuando me asomé vi a Julia duchándose, envuelta en el vapor de agua que lo invadía todo. ¡Hola¡ le dije, creí que no estabas. ¡Coño, me asustaste! No te escuché con el ruido del agua. Vine por el resto de mis cosas, tal como convenimos. Ya está todo recogido lo puse en el estudio. Bueno, me lo llevo. Ella acotó: no te olvides dejar las llaves al salir. Roberto te llamaré un día de estos. No dije más nada ¿para que? Me di cuenta definitivamente que todo se fue a la mierda y que no hay vuelta atrás.

A pesar de eso me quedé parado allí. Recostado de la puerta y en silencio, ensimismado en su visión. Julia seguí en su ablución con el agua bien caliente como le gusta. Alargué el brazo, descolgué su albornoz y me lo llevé a la nariz. Aspiré profundamente su olor a hembra. La figura morena se traslucía tras la puerta de vidrio de la ducha. Pude verla toda. Como cuando estábamos desnudos en la cama. Luego volví la bata a su lugar. Con cuidado me acerqué. Apoyé mi dedo en el vidrio empañado. Lentamente comencé a dibujar su silueta: sus nalgas, la espalda, su nuca ¡ah! allí la mordía para inmovilizarla cuando la enculaba. Luego la cabeza de pelos crespos, como los de su crica. Su perfil; me detuve en la boca carnosa y succionadora. Sus pechos ¡me gustaba chuparlos!. Mi dedo hacía las funciones que otrora cumplía mi lengua. Cuando estuve a punto de tocarla en la entrepierna -subterfugio de por medio- me volvió a pegar en los güevos y tuve una erección.

Me retiré silenciosamente. Ella ni lo notó. Mientras me dirigía al estudio sobé mi pene para aquietarlo y volverlo a su posición. En el estudio casi todo estaba igual, excepto que mis discos ni los libros ocupaban su lugar. Nuestras fotos tampoco lucían como antes. Las dos cajas estaban apiladas en una esquina. Me agaché y las levanté. Con mi carga a duras penas pude abrir la puerta de salida. Lancé las llaves al piso y salí dando un portazo. Luego en el ascensor me dio por pensar pendejadas; quien quita y algún día me necesite y otra vez me vuelva a suceder…


Caracas, 2005
Ilustración: Vettriano

El baile y la cama





Tanto el baile, como el sexo son cuestión de ritmo, compás y estética. El baile tal como el acto sexual, es una acción desinhibitoria, o debería serlo. Así como las personas se comportan bailando, así se comportan en sus coitos.

Comencemos por el primer baile entre dos personas que jamás lo han realizado juntas. Si se acoplan inmediatamente, tendrán una primera experiencia sexual afortunada. Si no lo logran y están interesadas el uno en el otro, deberán ensayar en varias oportunidades a ver a la cuál resulta. Cabe acotar aquí que la mayoría de las veces el primer coito no es del todo satisfactorio, precisamente por el desconocimiento del otro: de su cadencia, de sus compases, de sus modos.

Acaso no hemos visto esas parejas que tienen mucho tiempo juntos. Cuando bailan lo hacen de igual forma, se acoplan y hasta copian idénticos pasos. ¡Pero que no les toque bailar con otros! Pierden el compás de forma instantánea.

Aquel que baila de forma sensual, con ritmo acorde, suelto, desinhibido, transmitiendo disfrute y goce, reflejará la misma actitud en la cama. Por el contrario la persona que al bailar es arrítmica, rígida, tiesa, con cara de circunspección, ¡ni se le ocurra llevársela a la cama! Será un aburrimiento total.

Las parejas que bailan con buen ritmo pero casi todo de forma semejante, sin importarles el compás que están escuchando -siempre pegaditos, aunque sea bailando un pasodoble- no se sueltan, ni hacen filigranas o figuras al danzar, que se muestran renuentes a bailar un determinado ritmo, tampoco estarán muy dispuestos a innovar en la cama. Ni inventar posiciones coitales aun a costa de que ellas puedan otorgarles más satisfacciones, o como mínimo variedad.
Por el contrario, las parejas que bailan cada ritmo de manera adecuada, que se sueltan, se enlazan y desenlazan, que bailan solos y luego vuelven a juntarse -que eventualmente intercambian bailarines- tales parejas estarán dispuestas a explorar posiciones y nuevas modalidades sexuales.

Que decir de aquellos o aquellas que vemos bailar todos desmadejados -chabacana y ordinariamente- sin ningún tipo de refinamiento. Tengan por seguro que así hacen todo ¡y en la cama peor!. Ahora les toca a los que bailan y tararean o cantan, conversan o comentan con sus pareja. ¡Bailandito y cantandito! esos son coitolálicos.

Los que bailan y se acarician, se abrazan, se besuquean, simplemente están transfiriendo al baile el goce sexual del cual disfrutan. Para ellos tanto el baile como el sexo son prolongación de una misma cosa.
Aquellos buenos danzarines, que escogen al partner en función de la danza exclusivamente sin detenerse en nimiedades de edad, raza o condición social, tampoco tendrán esos reparos al escoger pareja para el fornicio. Lo que les interesa es que el resultado sea óptimo. Es decir van por el disfrute del baile. ¡Son buena cama!

Las mujeres que no se atreven a bailar sin pareja, ¡jamás se han masturbado! y aquellas que bailan solas en una pista, téngalo por seguro que son de las que se masturban y además son exhibicionistas. Si no muestran tampoco ningún reparo a bailar con otra de su mismo sexo –no es que tengan forzosamente inclinaciones sáficas- pero si indica una actitud lo suficientemente abierta como para intentarlo.
De los hombres no hay mucho que comentar. Ya sabemos quiénes bailan juntos y quiénes no. Macho-man no baila solo, al menos en público y si lo hace se trata de un Fred Astaire (QEPD) Eso ya es una luminaria de la danza fuera del común. Yo me estoy refiriendo a personas llanas y mundanas.

¡Los que no saben bailar, no saben fornicar! Para esa gente el coito y cepillarse los dientes es la misma vaina. No en balde acopla rimar con copular. Pero como toda regla tiene su excepción imagino que aquí también aplica.

Cuando asista a un próximo sarao dedíquese un momento a ver los bailarines y su desempeño en la pista de baile. Pasará un rato divertido -a costa de los demás- y sacará sus conclusiones. Recuerde, antes de meter a alguien en su cama primero vea cómo baila. ¡No diga que no se lo advertí!

Caracas, 2003

Jabón de coco



Los recuerdos que Cecilia tiene de su infancia le entran por la nariz, es decir que están indisolublemente ligados al olfato. De cuando era niña y vivía en una casa grande y solariega rememoraba el olor a caramelo quemado del quesillo, el aroma de la torta de pan recién horneada, el del pernil bien adobado. Entre todos ellos había un olor especialmente fijado a su pituitaria que ni el correr de los años borraba, el del coco. Más específicamente el olor a jabón de coco. Ese, con el que veía a Zenobia la cocinera bañarse a baldazos en el patio, sin quitarse la batola blanca que se le ceñía a su negra desnudez. Si, recordaba el olor y la imagen vívida –ese contraste de lustrosa piel negra y lienzo blanco- pero había algo más que la sensación de limpieza en aquel ritual de la negra, algo más que ella de niña no comprendía pero ahora, ahora de mayor…

Abrió la ducha. Un fuerte chorro de agua helada le dio en la cara. ¡Coño, que agua tan fría! Sus pezones acusaron el escalofrío. Le dio más potencia a la ducha y entró de lleno en la catarata. Luego cerró el paso del agua. Desenvolvió la pequeña cajita que tenía en las manos y allí estaba todo su recuerdo convertido en una blanca pastilla de jabón. Acunado entre sus manos se lo llevó a la nariz y aspiró profundamente. Volvió a dar paso al agua de la regadera. Lentamente la pastilla se fue transformando en suave espuma que deslizó por su brazo, bajo la axila. Jum, jum, ,ju,ju,ju,ju, canturrea.

Gira, cambia de posición. Siente correr el agua por su espalda y la contracción de las nalgas. Toda la piel se le erizó. Paró de canturrear. La espuma benéfica que le corría caía en blancos jirones por pechos, vientre y piernas. A Cecilia aquello se le transformó en un baño seminal; a la vez que la pastilla la toqueteaba, el aroma y el aceite penetraban su piel insistentemente. Entregada a la placentera sensación cerró los ojo. Se acarició los muslos, las nalgas, el pubis. Separó las piernas, con lentitud y premeditada intención comenzó a deleitarse con la pastilla de jabón. Se recostó de la pared. Con la mano libre se apretó los pechos. El ruido del agua servía de fondo a su entrecortada respiración. Toda aquella blancura que la envuelve tan mórbidamente, le semeja la batola de Zenobia. La pastilla fue a dar al piso. Ahora son los dedos de Cecilia los encargados de frotar el añorado olor. Jadeante, torció el cuello hacia atrás. El agua entró a borbotones en su garganta. Hizo buches y comenzó a reír nerviosamente. Terminada su ablución sale de la ducha –suavecita y liviana- envuelta en un albornoz.¡Ah que delicioso baño!

Guarda el jabón de coco en la jabonera, no sin antes darle una última inhalada. Ahora si comprende. Las aromas reviven sensaciones y sentimientos. Se ve al espejo y sonríe con picardía.


Caracas, diciembre 2005
Ilustración: Baltus