06 diciembre, 2007

Luz de luna




Noche calurosa en el llano infinito, sólo el ruido de las chicharras acompaña el vaivén de la hamaca donde cansada y a medio vestir la india está adormilada. Una que otra luciérnaga parpadea, tratando de iluminar la negrura que envuelve la mansión solariega y ella allí a su cuidado, mientras los habitantes en tropel se mudaron a la capital.

¿Que hacer mientras tanto? Descansar del trajín ocasionado por la partida. Aprovecha ese bien ganado descanso... Cuelga la hamaca en el corredor y no en la choza. Dueña de todo: de la casa, de los animales, de la vegetación, de la inmensidad que la rodea. Tirada a través en la hamaca en el sopor que la aplasta, mira al cielo pero no logra ver las estrellas que le gustan tanto. ¡ Hoy está nublado !, dice. Ella no entiende de constelaciones, sólo le gusta verlas iluminar cuando la noche está despejada, que no es esa.

Va clareando. Llentamente se apartan las nubes. Un rayo de luz va a dar directamente a la cara de la durmiente. Se espabila. Contempla la luz azul de su visitante, allí está luminosa –solita como ella- sin nada que las perturbe. Se despereza con pausa, se incorpora. ¡Te estaba esperando!, dice. De la hamaca cae el camisón. Da unos pasos y ya está en el patio debajo de los rayos fríos que la bañan. Sensual, hechicera, revitalizada... ¿Cómo no sentirte Maria Lionza? Danzas con movimientos paganos y ancestrales al ritmo de una salmodia. En trance cae al piso, brazos y piernas abiertos. Una lluvia de luciérnagas titila a su derredor. La agitada respiración que sacude los pechos se sosiega. Está quieta, muy quieta... Sólo las gotas de sudor se mueven sobre la tersura de la cetrina piel. Semeja una estatua de cera azul. Ahora la luna, ella y la Diosa son una…


Caracas, noviembre 2005
Ilustración: Sayorama

26 noviembre, 2007

Ultima voluntad



Es mi voluntad, mi derecho y así está pautado. No quiero confesiones, ni halagos; ¡al carajo! Sólo que me traigan lo que pido, de lo contrario nada. Esas fueron sus últimas palabras al Alguacil de la cárcel.

Esa noche la trajeron. Era una mujer menudita sin mucha presencia física, pero quizá con bastante arrojo –o mediante una paga muy alta- para acceder a pasar la noche con un tipo así. Entró en la celda en el pabellón de la muerte donde él ya lleva semanas esperando. Lo vio allí de pie y le pareció muy alto y corpulento o sería quizá su reticencia, sus temores, que hizo que así lo percibiera. Me llamo Peter y tú. Me dicen La Menuda por mi porte, pero me puedes llamar Malú. Esbozó una leve sonrisa; ese nombre siempre me gustó. ¡Acércate!, la conminó imperioso. Cerró el postigo de la celda y se sacó el uniforme a rayas Ella colocó sus pertenencias sobre el duro camastro.

Lo contempló de arriba abajo, era un tipo fornido, con un extraño tatuaje sobre el bicep izquierdo y una portentosa hombría que no desentonaba con el resto de su anatomía. Para ser un tipo que pronto moriría le pareció de buen talante, quizá hasta amable -incapaz de haber podido cometer aquellos terribles delitos que le imputaban- cuando con delicadeza, sus manazas la desnudan. Tú déjame hacer, recuerda que ahora mando yo aunque sea por última vez, le dijo a medida que la sobaba.

Tuvo que inclinarse un poco para rodearla. Entre la suya desaparece la diminuta boca. Ella responde a sus ardores; le manosea la méntula, los testículos, las nalgas. Colgada de su cuello la sostiene, para que a horcajadas cabalgue sobre su miembro erecto y engrandecido. Se frota sobre la cabalgadura. Al sentir un estremecimiento la detiene. Alzada en vilo, le chupa los pequeños pechos que ocupan su boca. Luego nuevamente la cuelga de su cuello. Las piernas de la mujer a duras penas rodean las caderas del hombre. Sus manotas abarcan las nalgas; un grueso índice se introduce férreo. Entrecortados gemidos acusan el placer.

Como si fuera una niña pequeña la coloca sobre sus hombros. Con su fortaleza la sostiene. El púbis está directamente sobre su cara mortecina. Se hunde en la oquedad. Ella se retuerce de placer. ¡Así, así, cómeme! Tiembla, languidece. Un sabor acre le invade la boca.

Ahora, siempre cargada -la maneja cual títere- sentados sobre el camastro la coloca sobre sus piernas de espaldas a él. Reposa sobre sus hombros tersos: aspira el olor de su pelo. Con lengua y dientes recorre el surco vertebral. La mujer, gime, balbucea. Ensalivando una mano, unta su falo. Lentamente comienza a recorrer el pasadizo que lo oprime. Con la mano libre acalla el grito. Espera unos segundos para completar la faena y suelta la boca prisionera. La balancea: arriba, abajo, arriba, abajo. Los sonidos del placer acompañan el vaivén. Contra la nuca, siente ahora sus resuellos. Un fuerte chorro tibio rebasa su trasero.

Se tira en el camastro. Malú se incorpora. Luego de contemplarlo unos minutos, con parsimonia se asea y comienza a ordenar su aspecto. ¿Por qué, las mataste? Ya no tiene importancia, le responde. En otras circunstancias, quizá tú hubieras sido una de ellas. ¿A qué hora será? Mañana a primera hora. Esperaré aquí contigo, ¿Puedo? y se ovilla a su lado. Abrazó a la chica y dijo con voz resquebrajada: ¡Perdóname, perdóname por todas las otras!



Málaga, enero 2004
Illustración: Bearsdley

30 octubre, 2007

Rogativas




A mi vecinita Mariana la conozco de toda la vida; o sea cuando nací ella ya estaba allí. Vivimos a un patio de por medio. Es mi gran amiga. Sólo ella; las otras chicas me cargan. Mis amigos me hacen mofa, pues no entienden por qué prefiero la compañía de Mariana a la de mis amigotes. Sólo a ella me gusta llevarle los libros y compartir la merienda y sentarnos juntos en el transporte escolar y sentir su perfume de recién bañadita en las mañanas y ayudarla a colocarse el sweter –que huele a ella- y ver su sonrisa de agradecimiento... y, y....o sea, que Mariana es la única chica que no tiene la cara llenas de granos. O sea, ¡Es tan linda! y además es mi única amiga. Ya lo dije....

Para acercarse más a Mariana, Javier optó por remover unas de las tablas de la cerca, así podía pasar al patio vecino sin hacer todo un rodeo por la calle. Siempre se propuso vencer todos los obstáculos que pudieran separarlo de su adorada Mariana. Estaba convencido que si el mundo -es decir sus mayores- se oponía a sus deseos, Dios estaba de su parte.

Lo que aún no había superado, era esa odiosa separación de los miércoles cuando la mamá de Mariana la recogía directamente en el colegio - ¡Para llevarla a la maldita clase de ballet!- y el regresaba solitario y desconsolado a casa. Luego desde su ventana, espiaba el regreso de ambas al anochecer. Se consolaba pensando que al día siguiente estaría nuevamente sentada a su lado y le comentaría, todo lo que hizo esa tarde que él no estuvo.

¡Señor!, tú que todo lo puedes, oye mis súplicas. Que la profesora de Ballet se enferme; que el carro de la mamá de Mariana se descomponga. De tal tenor eran las rogativas de Javier para contrarrestar las fuerzas omnipotentes de un mundo, que se le figuraba cruel y despiadado y que no tenía en cuenta su sufrimiento. En algunas ocasiones parecía que Dios lo escuchaba. Entonces, el carro se accidentaba, o a la profesora de ballet le daba gripe, o el padre de Mariana sufría algún percance menor en la construcción donde trabajaba y ese fin de semana no se iban a ninguna parte. Esto convencía a Javier de su expedita conexión con el supremo.

Hoy hospitalizaron a mi abuela. ¡Que contentura! Mis padres se trasladaron a cuidarla y yo pude quedarme al resguardo de los vecinos. ¡Qué no salga del hospital, Diosito santo! Estoy muy feliz aquí donde Mariana. Fíjate que compartimos el desayuno y el baño: fíjate que cuando Mariana me enjabona la espalda siento un cosquilleó en el pipí y jugamos con el nintendo y vemos los programas de TV comiendo palomitas de maíz. ¡Diosito esto es tan chévere! ¿Sabes?, me quedaría aquí por siempre. ¡Qué mis padres no regresen nunca, papá Dios! Que mi abuelita la operen, que entre en coma, lo que sea. ¡Anda pana, invéntate cualquier cosa con tal de quedarme aquí!

Pero esta vez, al interlocutor no le llegaron las reiteradas súplicas del fervoroso creyente. Los padres de Javier regresaron y él –muy a su pesar- volvió a su casa. Fue allí cuando sufrió la peor desilusión de su vida; la abuela había muerto …


Caracas, junio 2003

27 septiembre, 2007

La pernada



Existe entre nosotros algo mejor que un amor:
una complicidad. M. Yourcenar.


La espléndida mesa está atiborrada de manjares, finos vinos y toda clase de delicadezas propias de la región. Otras traídas desde España para tan magna ocasión. El Papa Alejandro VI, ocupa el sitial de honor flanqueado por su concubina y la hija menor, la bella Lucrecia. En la esquina opuesta está sentado César –con la máscara que oculta las trazas de la sífilis, o de la maldad, o de ambas- quien atisba con mirada concupiscente a su hermana.

Veinte años, dos compromisos, un divorcio y una viudez a manos del celosos César, es todo su historial. Lo demás: bruja, envenenadora, disoluta, son puras habladurías del vulgo. Culpas ajenas que ella carga como una némesis, como parte de su legado genético.

-Es un fet..! Aixa ho decidit i et casaras…! Necessitem el ligam amb en Ferrara. Ja tinc prou amb Savonarola, per haver d´escoltar també les teves queixes…No foites més, Lucrecia..!- la admonición fue exclamada en el idioma del terruño.  Es lo habitual entre los Borgia. Volver a sus orígenes cuando tratan sus taimados asuntos... El festejo sella el compromiso de Madonna Lucrezia y Alfonso Duque d´Este. La mesa plena de signori venidos de todas partes de Italia, parecen no notar el efecto de las palabras recién proferidas por el Papa. Cada cual ocupado en sus pequeñas intrigas. Sólo César –rodeado de condottieri- parece estar atento a los movimientos de su padre.

Después de tanto hartazgo los comensales se van retirando. Lucrecia solicita la venia de Alejandro, se levanta de la mesa acompañada por su dueña y va a sus aposentos. Su habitación más parece una celda de monja de clausura que el dormitorio de una princesa. La dueña hace los preparativos para el reposo de su ama. Madonna Lucrecia apesadumbrada se cepilla la cabellera y masculla: ¡Siempre he de ser yo el instrumento para los inconfesables designios de mi padre!  Unos golpes a la puerta la vuelven a la realidad:

-Dueña, anda a ver quién es.
-Es su Señoría, vuestro hermano mi ama.
-César , ¿qué quieres? ¿qué buscas?
-¡Vengo por la pernada !


Caracas. 2005
Ilustración: retrato de Lucrezia por Bartolommeo Veneto.

02 septiembre, 2007

Los primeros viernes



Las visitas a Inés se han convertido en un ritual. Todos los primeros viernes de cada mes la buscas, se van a la misa de la tarde y luego a una confitería. Como mucho a un cine. Ambas han sido amigas desde el colegio. Ahora que están viudas -va para unos seis años- y de mediana edad se asisten mutuamente ¿Que hubiera sido de nosotras sin nuestra amistad?, te preguntas.

Cuando se abrió la puerta él ya estaba allí. Dudaste unos segundos para entrar al ascensor, pero lo viste tan arregladito, con esa carita juvenil, bien trajeado y con su maletín que terminó por infundirte confianza. Buenas tardes, buenas contestó él. ¿A cual piso va ?, siete por favor.

El ascensor arrancó. Clementina –porque ese es tu nombre- buscó perder la mirada en cualquier punto, como siempre hace uno cuando se monta en un ascensor. El fijó su mirada; la detalló de arriba a bajo. Clementina terminó por sentirse incomoda y esbozó una tímida sonrisa.

El hombre detuvo el ascensor bruscamente. Colocó el maletín a un lado y se zafó la corbata. Se le fue encima sin preámbulos. Clementina aterrada no logra reaccionar, sólo sus ojos desorbitados delatan su pánico. Comienza a manosearla por las piernas. Le sube la falda. La toquetea toda. Ella lívida siente que está a punto de desmayarse cuando le abre la blusa y le besa el cuello, los pechos. Clementina comienza a temblar. Su besuqueo y acariciamiento va acompañado de palabras soeces.

Al ver la masculinidad del joven, Clementina trata desesperadamente de zafarse y sonar la alarma. El agresor la detiene con su mano en la entrepierna; hurga habilidosamente el objetivo que Clementina desea defender. Cambia su actitud, siente algo que creía olvidado que hacía ya mucho tiempo no probaba y se deja ir. Comienza a responder a las caricias y cuando el ariete derriba la entrada, dice a gemir y suplicar.

Los acomete un temblor. No sabe definir si es ella o es el ascensor que se precipita. Se retira; aún extenuada la abandona. Recompone su aspecto. Detiene el ascensor en el sexto piso. Sale sin hablar, sin voltearse siquiera a verla. Clementina todavía sin reponerse se asoma a la puerta y alcanza a gritar ¡Vengo todos los primeros viernes, a la misma hora!

¡Y ahora! ..¿cómo le cuento esto a Inés ?


Caracas, abril 2005


Ilustración:Vettriano


07 julio, 2007

Libro de alcoba



Era un libro tan erótico que en vez de prefacio tenía prepucio.



Caracas, marzo 2001

19 junio, 2007

Amante perfecto




Nada se sabe, todo se imagina. Fellini.
A partir de unas escasas referencias –con la asistencia del imaginario que nunca me abandona- he logrado construirte; acorde a mis necesidades, a mi gusto, a mi carácter, a mi medida. Si me es negado el placer de descubrirte al menos tengo el de inventarte. Digamos que normal y corriente: ni muy bajo, ni alto, complexión delgada, fibrosa y con la imprescindible marcada musculatura; mediana edad. Cara fina, nariz perfilada, labios finos -no por ello menos aptos para desvariados besos- y una sombra de barba cubre tu rostro. Manzana de Adán prominente. Pelo negro, con visos plateados que se pierden en la maraña de tu cabello. Ojos también negros y mirada inquisidora. Reflexivo, sensible, dado a la ponderación, sagaz y por supuesto machista.

Los sonidos de tu voz metálica -esto lo capte muy vivamente desde el primer día que la escuché- ya me son familiares: cuando me nombras, cuando ríes, cuando gimes apasionadamente, cuando murmuras a mi oído... Tus fuertes brazos y tu pecho me cobijan muy cálidos, cuando me abrazas así por detrás -amparosamente- y escondes tu cara en mi nuca, te adhieres a mí y mis nalgas -ropa de por medio- acogen tu pene... Tienes finas manos de dedos largos, ¿ será que las siento suaves porque me acarician ?

Me gusta tu pecho, en cuya vellosidad ya asoman ciertas canas. Percibo el ritmo de tu corazón cuando -después del imaginado coito- reposo sobre su batir todavía agitado; luego lentamente se va acompasando con el mío. El ombligo profundo y oculto. Tu pene no muy grande -que no lastime- a la necesaria medida de mis oquedades: boca, vagina, ano... Aquiescente a mis antojos; erguido, venoso, tumefacto, paciente a mi satisfacción, lento en su discurrir. Tus muslos y pantorrillas fibrosas, tus pies largos de delgados dedos. ¡Ah, tu espalda! ancha y lunareja. Hirsuta en respuesta a los mordisqueos que cuentan sus lunares. Las parcas nalgas protegen, ante cualquier intento de penetración, el estrecho anillo.

No he obviado ni tu olor, ni tu sabor, que permanecen por mí durante días después de haberte acogido. El primero dulzón, mezclado con un dejo de tabaco. El otro un poco salobre, un poco acerbo, se me confunde con el sabor seminal...

Saberte convierte los momentos sencillos en mágicos: el sabor de una copa de vino, la calma de una caminata, el perfume de un ramo de flores, la alegría de las mañanitas claras y soleadas, los tráfagos de un viaje, la magnificencia de una sinfonía, el escalofrío de las primeras nevadas, la sensualidad de una siesta, la exacerbación de los sentidos en las tardes de verano, la cadencia del bolero que bailo, la cháchara de la conversación con las amigos, el afán por las lecturas, al cantar Night and Day... ¡Todo se transforma con sólo ficcionarte!

Te sé para los asuntos definitorios: mis emociones, mis sentimientos, mis sensaciones. Eres tan mío como ajeno. Semejante a cuando vemos la noche colmada de estrellas; se disfrutan pero no están allí. ¡Eres el amante perfecto!


Caracas, abril 2004
Ilustración: Vettriano

28 abril, 2007

Hurtos



"El azar no escoge, propone". Saramago.
Clotilde se despierta sobresaltada. Aquel ruido no era habitual y menos a esas horas nocturnas. Cubierta con el albornoz y cautelosa pero decida, se dirige al lugar de donde proviene el ruido. La lamparita del estudio está encendida. En la penumbra una figura trastea en las gavetas del escritorio. Enciende la luz.
-¿Qué hace?
-¡Uf, me asustó! Creí que no había nadie.
-¿Cómo así? Esta es mi casa y en las casas siempre hay gente.
-Si, pero como estamos de carnaval, todos se van de vacaciones.
-¡Pues yo no! ¿En fin, que pretende robar?
-Cosas pequeñas: joyas, dinero.¡Ni siquiera vengo armado! Esta es mi primera vez.
-¡Que alivio! Mire joven, ya que me desveló que tal si nos tomamos algo: un café, un trago.
-Prefiero lo último. La verdad , estoy más asustado que usted…

La dueña de casa seguida del intruso se dirige a la cocina. Sirve dos tragos; conversan. Ya al tercer brindis Clotilde dice:

-Creo que usted y yo podemos llegar a un trato.
-¿Un trato?
-Si, pase por aquí. Las cosas de valor están en mi recámara.

Ya en la habitación con el mayor desparpajo, sin camisón, Clotilde coquetea con el joven. Lo seduce y lo lleva a la cama con muy buenos resultados para ambos: él demuestra ser un buen saqueador y ella que sabe dejarse saquear. Luego del agotamiento Clotilde se incorpora y va al closet. Retira la ropa. Abre una pequeña caja fuerte empotrada en la pared. Toma un cofrecillo. Se sienta al borde de la cama donde yace el ladrón. Con el cofre sobre sus rodillas muestra su contenido y dice:

-Estas joyas son herencia de mi familia y es todo lo que hay. Tú verás si te las robas todas de una vez, o te las llevas de a poquito.



Caracas, febrero 1999
Ilustración: Vettriano

28 marzo, 2007

Concerto grosso



A paso rápido y embozado pasa bajo las arcadas en la nocturna ciudad. La Serenissima descansa... No se escucha el golpeteo de los remos contra el agua ni el parloteo de los gondoleros. El joven Giacomo camina presuroso, casi invisible en la bruma que sube de los canales. Cruza un puente y otro y otro... No sin dificultad trepa el muro que lo separa de su objetivo, mejor dicho de sus objetivos, en plural…

La luz de luna le permite ver que tocó el césped en los predios del Ospedale de la Pietá. Un gran parque lo separa del edificio que se encuentra a oscuras. Apresura el paso. Un frondoso árbol lo ayuda a trepar a una ventana del segundo piso. ¡Perfecto! Sus cálculos lo sitúan en el lugar indicado. Sigiloso se escurre en la gran sala llena de camas literas... ¿Por donde comenzar? ¡Por abrir las ventanas! Despiertan las jóvenes durmientes; unas asustadas, otras no tanto. Son diez y seis hermosas huérfanas que asombradas ven al apuesto intruso elegantemente trajeado con peluca empolvada y tricornio. Sonríe y hace chist con el índice sobre los labios para indicarles calma y silencio. Las niñas obedecen. Con parsimonia las toma de la mano; dejan sus camas y forman un círculo en medio del salón. ¡Un corro feral salido de una pintura de Tintoretto! Vengo a daros una lección de música, les dice. ¿Porque ustedes estudian música, cierto? Si, tenemos una camerata. La iniciamos con el Prete rosso. El nos enseñaba pero nos abandonó; además, nunca celebró una misa pero sí muchas óperas, contestan en atropellada respuesta.

Yo me llamo Giacomo. ¿Tú cómo te llamas ? pregunta a una jovencita morena, a quien toma por la cintura. Cattarina, señor. ¿Y cual instrumento tocas ? La Viola da gamba, responde. Se dirige a otra y hace igual . Yo me llamo Margherita y toco el Corno di bassetto. Clavicemballo, dice Giusseppina. Mandolina, riposta la una. Yo el Piccolo, dice la otra sin esperar la pregunta. El intruso divertido y a manera de juego va repasando toda la orquesta. Las chicas ya se muestran más confiadas... Envía a una de ellas a la puerta para asegurarse que no habrá intromisión alguna en el dormitorio y con gesto tetral se planta en medio del círculo.

Sin capa ni sombrero, sin casaca, abre su camisa. Deslía su calzón y toma su enorme miembro con la mano. ¿Este instrumento lo conocéis? dice, al mostrarlo al coro de niñas que con ojos muy abiertos, entre sorprendidas y asustadas indican que no con las cabezas. Mejor así esta será una primera lección. Toma a una de las alumnas y la atrae hacia sí. La pone de rodillas ante él y le ordena: ¡ toca esta flauta dulce!, sin prisa. Yo te enseñaré como... La alumna sigue las instrucciones de su convincente profesor. ¡Basta, basta! por ahora. Ven tú, le dice a otra joven de grandes senos. ¡Seré yo quien acerque esas dos boquillas a mi boca! Toma los senos de la chica y chupa sus pezones con fruisión.

Luego hace entrar a otras al circulo erótico: a esta la besa, a otra toma de las nalgas, a una acaricia el pubis, a aquella lame los pezones, a esa se le esconde bajo el sayo... Una a una hace desfilar el serrallo para la lección de flauta. Con tórridas palabras recorre el pentagrama de los juegos amatorios. Indícales como hacer y como dejarse hacer.

Las jóvenes obedecen cuando les ordena acostarse nuevamente. Entonces Giacomo totalmente desnudo comienza su ronda por las literas... Primero Margherita, luego Cattarina y ahora Giusseppina. Asunta y Emilia juntas, después Lucia. A cada una llega su turno. Las muchachas –alumnas aprovechadas- siguen los pasos de su mentor. Unas se quitan las camisolas; algunas ayudan en las maniobras sexuales. Otras se satisfacen mutuamente a la espera de su turno. La noche transcurre entre atenciones apasionadas para él y para ellas. Giacomo como maestro orquestador mete su batuta en todos los instrumentos con allegro, adagio, fortissimo y gran finale. Ellas logran un concerto grosso de suspiros, quejidos, exclamaciones, risas y susurros de amor. Las campanas que llaman a los maitines ponen fin a la lección musical. Giacomo se viste y despide de sus improvisadas alumnas: ¡Mis queridas niñas, volveré para la segunda lección!

Envuelto en su capa hace el recorrido de vuelta. Il campanile retumba las campanadas del amanecer. Giacomo atraviesa la plaza sin premura. Se detiene para anotar en su cuadernillo: Giussepina, sensual; Cattarina, dispuesta; Marghuerita, un poco sosa....así va completando la lista de sus nuevas 16 pupilas. Al pie coloca la fecha: Primavera 1753...


Caracas, marzo 2007

27 febrero, 2007

Precocidad virtual

Poco a poco me fui acostumbrando a sus menajes. Diariamente nos escribíamos. Nos contábamos la vida: gustos, esperanza, sueños, cotidianeidad. Me apegué a un ceremonial de seducción. Llegué a enamorarme a través de un medio cibernético, impersonal y distante. A pesar de ello sentía que había una transparencia de sentimientos correspondidos. La soñaba, la disfrutaba, la padecía. ¡Esa relación virtual fue mi obsesión! Llegó un momento en que ya no me satisfizo el erotismo a distancia. Apremié un acercamiento más íntimo, más físico. Deseaba tenerla aquí, entre mis brazos; poseerla. La precisé. Le pedí sus datos, una cita. Finalmente accedió. Me dio unas señas que me parecieron algo extrañas. En mi locura, en mi entusiástica lujuria, no me detuve a pensarlo.

Acudí a la cita. A medida que avanzaba llegué a una casona grande. Un colegio de señoritas. ¿Será una profesora?, díjeme. Me aposté a las puertas del colegio. No me iba a echar atrás en ese instante. Sudada la frente; ¡pum, pum, pum! el corazón. Primero salieron las niñas, luego profesoras y profesores. Nadie me abordó. Al rato se acercó el vigilante a cerrar la verja. ¿No queda nadie?, pregunté. ¡Quedo yo! respondió una colegiala de unos doce años que salió de la nada...


Caracas, 2000

Feministas avant-garde


Dícese que Teseo acompañó a Heracles en la expedición que hizo al país de las Amazonas –en ese entonces no se llamaban así- y por su participación en esa lid recibió a Antíope en premio. Pero la realidad no fue así...

Las mujeres al ver llegar a tantos guerreros apuestos no opusieron resistencia y por el contrario, los recibieron con presentes y agasajos . Hipólita perdió su cinturón. Antíope subió a la nave para ofrecer su persona al guerrero y Teseo desentendiendose de sus propósitos de batallar, levó anclas y la raptó. Heracles iracundo ordenó aniquilarlas que para eso habían ido. Las míticas guerreras –salvo las que lograron huir- fueron violadas y pasadas por las armas…

Fue a partir de entonces que las Amazonas, abochornadas por su flaqueza inmolaron sus pechos, para que nunca más los hombres las desearan.


Caracas, 2000
Ilustración: L. Alma-Tadema

Compromiso



Dejaste el almacén apresurada y cargada de paquetes. A esa hora y en ese momento las calles están repletas de gente que va y viene. Jurarías que todos decidieron salir justo el mismo día en que viniste a la ciudad, para adquirir las últimas pertenencias que lucirás en el compromiso de tu hija. ¡Tan repentino! Nunca pensaste enfrentarte a algo así. Celeste te escribió que se conocieron en el post-grado y escasamente incluyó detalles. Ahora vienen para que lo conozcan y participen en su casamiento inconsulto, que ya tiene decidido - ¡Celeste, siempre tan voluntariosa!- celebrar en Boston, donde vive la familia de él.

Se disputaron un taxi que al final ninguno de los dos abordó. El hombre caballerosamente ofreció llevarte los paquetes. Cohibida ante su presencia pusiste un sin fin de excusas para eludir su compañía, pero a medida que más insistías tu rechazo demostraba cuanto te había impactado. No cejó hasta convencerte de almorzar en una cafetería. Conversaron trivialidades. Ya de tarde te acompañó hasta el hotel donde te alojas... Quedaron ¿o quedó él?, en volverse a encontrar. Le informaste muy vagamente que solo te resta el fin de semana en la ciudad. ¡Suficiente! respondió.

La siguiente mañana apareció temprano. Telefoneó desde la recepción del hotel. Te invitó a desayunar. ¿Qué puede haber de malo? Una aventurilla inocente y nunca más lo volveré a ver... Después de tantos años de tediosa conyugalidad merezco una fantasía, pensaste.

Nuevamente de compras. Te ayudó a elegir, te distrajo, fue atento. Deliberadamente diste pocas pistas. El tampoco se mostró muy explicito. Me llamo Amelia y soy de aquí. Yo Oliver -dijo en su media lengua- y estoy de paso. Luego en la noche salieron a tomarse unas copas y a bailar.
El regreso a altas horas fue propicio para encubrir deseos y prejuicios. Se quedó en tu habitación y como era de esperarse, yacieron apasionadamente. Al día siguiente desapareces dejándolo aún entre las sabanas...

Corto tiempo pasó de esa escapada que aún recuerdas. En los días venideros han de aparecer hija y futuro yerno. Crece la tensión entre tú y tu marido debido a la reticencia que el compromiso de Celeste les ocasiona... La chica telefoneó, ¡Hola Mamá! llegué ayer. Iremos mañana a almorzar. Todos los preparativos están listos; te esmeraste en la decoración de la mesa, en la preparación de los platillos -el pasticho de berenjenas que tanto le gusta a Celeste- en la escogencia de los vinos. Sonó el timbre de la puerta. La mucama fue a abrir. Ustedes en la sala esperan tensos el insoslayable encuentro.

Oyes la inconfundible voz de Celeste, que aproximándose del brazo de su prometido dice : ¡ Papá, Mamá, les presento a Oliver!



Caracas, junio 2004
Ilustración tomada de la web.

29 enero, 2007

Frente a mí misma



Aquí estoy en el Prado -no es para menos- dada mi alta prosapia; sonreída, recostada provocadoramente sobre almohadones en mi canapé. Los brazos detrás de la nuca soportan mi cabeza. Desenfadada, a la espera que vengan a extasiarse con mi belleza.
Soy doble y soy única. No por error, ni por pudor, como dice la conseja. ¡Francisco y yo jamás nos llevamos por tales pareceres! El lo quiso así, lo hizo adrede -como una travesura- a manera de trompe-l'oeil. Yo frente a mí misma. Acertaron con la intención del pintor. Estoy colocada de forma tal que si te paras frente a mi y miras a un lado, me verás desnuda y del lado opuesto aparezco vestida. Algunos prefieren detenerse en mi cuerpo: admirar mi piel, mis axilas, mis turgentes pechos, la concavidad de mi vientre, mis piesecillos. ¡Ah Paco, como me conocías! Los mas pudorosos me prefieren trajeada. Entonces se recrean en los finos detalles y el colorido del traje goyesco ...

Aquí viene a contemplarme un tropel de seres de todas las épocas y edades: unos rubios altos, otros morenos fornidos y unos bajitos de ojos rasgados que portan un sinnúmero de extraños aparejos. Hablan idiomas que desconozco, pero sus rostros bien que reflejan el deleite que les causo. Todos concuerdan -eso si que lo entiendo- me lo dicen sus ojos; vestida o desnuda, ¡Soy muy Maja!



Caracas, mayo 2003
Ilustración: Goya

23 enero, 2007

Madre vicaria

Cuando tuvo al niño en sus brazos –a causa del infortunio- Florencia asumió su maternidad por mampuesto. Era una mujer que siempre afrontó la vida con decisión y supo ganarse su espacio. Una mala pasada de la misma vida le impidió completar su destino de mujer. Así quedó sola hasta el día de hoy. En adelante tendría la compañía del sobrino, para dar sentido a su existencia.

Hizo un pequeño atado con lo indispensable –para no cargar tanto lastre doloroso- y se lo llevó a casa. Desde el momento que traspuso la puerta asumió la reconstrucción de su vida. Manuel que así se llamaba el chico de unos seis años, era obsecuente como esos seres habituados a no exigir mucho de su entorno. No le causó mayores molestias moldearlo a semejanza de sus manías, no sólo por inculcarle lo que consideraba buenos hábitos, sino también por su necesidad de cuidar a otro. Se ocupó del bienestar físico y mental del niño, de su escolaridad, de sus hábitos alimentarios, e higiénicos. Especialmente era muy puntillosa en aquello que consideraba buenas maneras y ese ritual lo transmitió a Manuel. Por otra parte, como le parecía indecoroso usurpar el puesto de su verdadera madre, acostumbró al muchacho a llamarla tía.

Pasaron los años y Florencia sintió que nunca había sido tan feliz como en ese tiempo. Siguió apegada a las rutinas que conformaban su vida al lado del chico: arroparlo de noche, prepararle las meriendas, más de una vez le enjabonó la espalda, más de una vez se cuidaron mutuamente durante las enfermedades y más de una vez permaneció con el alma en vilo cuando Manuel ya adolescente, comenzó a despegarse de manera más prolongada de su regazo. Con el crecimiento del muchacho sintió venírsele de repente otra responsabilidad más espinosa. Indicios de la inequívoca transformación de Manuel se asomaban a su físico : una manzana de Adán que sobresale, un bozo incipiente sobre el labio superior, una ligera sombra de barba y debería adentrarlo en aquellas cosas que los chicos aprenden de quienes no deben aprender y practican con quienes no deben practicar. Allí, pensaste, los hombres deben ser distintos. ¿Por dónde será el camino ? No lo sabes, pero sí entiendes que no vas permitir que tu criatura -levantada con tantos mimos y dedicación- afronte un momento tan espinoso bajo riesgo físico y mental al primer impulso hormonal que lo acometa.

Estos pensamientos consumieron varios desvelos en la cama. A partir de sus insomnios reafirmó lo que consideraba que debía hacer. ¿Quién más apropiado que tú para guiarlo en su paso iniciático? Comenzó a ver a Manuel desde otra perspectiva. Lo trataba de forma más mórbida. Ya no soslayaron los temas que hasta hace sólo unos meses atrás, eran considerados tabúes entre ellos...

¡Será esta noche, o nunca! Te levantaste del lecho envuelta en tu batola transparente. Tus sentidos acelerados no te arredraron; igual te encaminaste al cuarto de Manuel. Con sigilo abriste la puerta de la habitación en penumbra. Llegaste hasta la cama donde el chico profundamente dormía. Desnuda al borde del lecho lo hiciste a un lado. Te acurrucaste quedamente. Manuel entreabrió los ojos pero no se asombró. Te recibió con ternura. ¿Tienes miedo, tía? dijo. ¡Sólo temo por ti! . Entonces abrázame tía.


Caracas, mayo 2003

02 enero, 2007

Sestear


"Vení a dormir conmigo; no haremos el amor.
El nos hará". Cortázar


Nuestro primer encuentro, ocurrió en la celebración del cumpleaños del gay que se graduó con ellas. Con mi novia nunca fueron grandes amigas, sólo compañeras de carrera que se encontraban ocasionalmente. Al momento de las presentaciones hubo una fugaz atracción que supimos disimular a los demás, salvo las miradas furtivas que cruzamos toda la noche...

No nos volvimos a ver. Después de un tiempo me envió un correo electrónico. Comenzamos a escribirnos frecuentemente. Una tarde recibí una invitación: ven a sestear conmigo. Extraña y sugerente proposición; ¡tentador! pensé. Debido al compromiso con mi chica no respondí su correo.¡Si seré pendejo! con lo que me gusta y lo buena que está. Pasé días pensando en su propuesta. A la semana siguiente la reiteró. Decidido accedí y acordamos para el viernes. Me las ingenié con el trabajo y burlé a mi prometida, a medio-día estaba en su casa.

Fui amablemente recibido. La mesa puesta con todos los detalles para un almuerzo frugal: ensaladas, quesos, panes y vinos. La conversación eludió el tema de mi noviazgo. Después de la sobremesa –ella manejaba la situación- me condujo a su recámara en penumbra. Una vela encendida ofrecía un grato olor y daba un ambiente misterioso y relajado al lugar.

Desenvuelta se desvistió y repartió un pijama masculino. Para ella la camisa, para mí los pantalones. Mientras me los colocaba destendió la cama. Acostada me conminó a imitarla. Obedecí; estaba muy tenso...

Se ovilló de espaldas a mí. Parte de sus nalgas asomaba por el borde de la camisa. No se movía; parecía reposar. Continuaba envuelto en un sopor sin saber que hacer. Temeroso, me volví hacia ella e intenté una aproximación. Sin inmutarse recompuso la posición. Quedamos muy acoplados. Suspiró profundo. ¿Será que se durmió de veras? Opté por seguir su sensual juego; cerré los ojos.

El silencio era interrumpido sólo por nuestro alientos. Sentí el pum, pum de mi corazón, el perfume de su cabellera, mis testículos tumescentes como nunca y el roce de mi bálano que pugna por salir del pantalón. Me deshice de él. El pene libre y erguido buscó acomodo entre sus nalgas. Por debajo de la camisa mi indecisa mano tantea los senos que no caben en ella. Prolongué el recorrido de las caricias. Vuelta de cara a mí -en su duermevela- abrió su camisa y acogió mi falo en el canal de sus grandes pechos. Luego nuestras lenguas se enlazaron en un demorado beso. Su pierna libre montó sobre mi cadera. De lado y siempre a ciegas, penetré suavemente con poquísimos movimientos salvo los de su vagina que me succionaba. Me anegó un onírico orgasmo prolongado e intenso.

Cuando abro los ojos vuelto de costado y abrazado a la almohada, sigo con el pantalón puesto. Confundido me estiro despacio. Volteo para constatar si aún estoy acompañado. La bella durmiente seguía allí. Parte de sus nalgas asomaba por el borde de la camisa.


Caracas, 2003
Ilustración: Bearsdley