27 febrero, 2007

Precocidad virtual

Poco a poco me fui acostumbrando a sus menajes. Diariamente nos escribíamos. Nos contábamos la vida: gustos, esperanza, sueños, cotidianeidad. Me apegué a un ceremonial de seducción. Llegué a enamorarme a través de un medio cibernético, impersonal y distante. A pesar de ello sentía que había una transparencia de sentimientos correspondidos. La soñaba, la disfrutaba, la padecía. ¡Esa relación virtual fue mi obsesión! Llegó un momento en que ya no me satisfizo el erotismo a distancia. Apremié un acercamiento más íntimo, más físico. Deseaba tenerla aquí, entre mis brazos; poseerla. La precisé. Le pedí sus datos, una cita. Finalmente accedió. Me dio unas señas que me parecieron algo extrañas. En mi locura, en mi entusiástica lujuria, no me detuve a pensarlo.

Acudí a la cita. A medida que avanzaba llegué a una casona grande. Un colegio de señoritas. ¿Será una profesora?, díjeme. Me aposté a las puertas del colegio. No me iba a echar atrás en ese instante. Sudada la frente; ¡pum, pum, pum! el corazón. Primero salieron las niñas, luego profesoras y profesores. Nadie me abordó. Al rato se acercó el vigilante a cerrar la verja. ¿No queda nadie?, pregunté. ¡Quedo yo! respondió una colegiala de unos doce años que salió de la nada...


Caracas, 2000

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