17 diciembre, 2006

La Mantuana


(a Ana Milagros Mijares, reducto del mantuanaje caraqueño)

Estimar que la reclusión de Angélica en un claustro garantizaría una inexpugnable seguridad a su mantuano linaje, era la ingenua suposición de Don Gervasio De La Fuente y Torrentes. Sin mediarlo más y a pesar de las lagrimas de su mujer y su hija -especialmente de ésta última- la ingenuidad pasó a ser acción. Así, Doña Angélica De La Fuente con dueña y todo fue a parar al convento de las Reverendas Madres Concepciones, hasta tanto su señor padre concierte un provechoso casorio.

Todo este embrollo comenzó por el revuelo acaecido en la Catedral el día aciago de Corpus. Don Gervasio hizo acto de presencia acompañado de Angélica y toda su comitiva en el atrio del templo. Los allí presentes se quedaron sin aliento; los hombres, por la pasmosa belleza de la joven y las mujeres por la envidia. En efecto los atributos y galanura que adornaban a la heredera de la familia De La Fuente, se quedaban cortos del dicho al hecho. Lo que venía a corroborar que nunca nadie portó un nombre tan mal endilgado ¿Cómo podía ser angélica quien levantaba tan endemoniados deseos? Esto bastó y sobró para que los mozalbetes de la ciudad intentaran el asedio a tan codiciado tesoro. Don Gervasio tomó las previsiones del caso colocando a su hija a buen resguardo.

Los primeros tiempos de encierro y privaciones causaron en la bella un estado nostálgico que hicieron temer por su salud. Debido a esto le fue asignada la frecuente visita del Capellán del convento, quien hacía el mayor acopio para poder acudir al encuentro de tan perturbadora belleza. Doña Angélica supo sacar ventaja de sus precarios recursos. No porque su padre lo decidiera iba a permitir se agostara, entre maitines y salmodias todo aquel torrente vital que le corría por las venas. Como era de esperarse el único varón a su alcance comenzó a sufrir el acoso de la reclusa. Dedujo que si para Francesca y Paolo había dado resultado aquello de las lecturas, no veía ella por que habrían de fallar en su caso. Así que de lecturas piadosas pasó a frecuentes confesiones de pecados veniales. Luego la pecadora optó por los carnales y concupiscentes.


En contraparte el casto confesor recurrió a las flagelaciones y cilicios para calmar sus malos pensamientos, acicateados por las insinuaciones de la jovencita. También a causa de esos tres diminutos lunarcillos negros -justo allí en medio de los senos- que Angélica no dudaba en mostrar maliciosamente, cuando se reclinaba para sus frecuentes comuniones. Pero lo que más lo conturbaba era ese olor hormonal e indefinible que la joven exhalaba por los poros, y que él percibía a través de la rejilla del confesionario exacerbándole los sentidos.

Aquella tarde ordenó a su dueña ir por el confesor. El Padre Evaristo a su pesar -por la disyuntiva en que lo colocaba esa petición- apeló a los deberes de su ministerio y accedió.

La esperó en el confesionario. A los pocos minutos cerró los ojos e inhaló el aroma que precedía a la Mantuana. Al abrirlos se percató que ella no estaba reclinada ante la ventanilla, sino que irrumpió dentro del confesionario. De pié y en actitud desafiante observaba al confesor demudado y anhelante. Angélica cayó de rodillas ante el joven cura. El misal y la estola rodaron a sus pies. Sacó habilidades hasta entonces desconocidas para ella. Levantó la sotana y abrazó las piernas de Evaristo quien paralizado y totalmente expectante no opuso resistencia. No imaginó Doña Angélica que el asunto fuera a complicársele de tal manera. Para su sorpresa debajo de aquel faldón había a unos pantalones y dentro de ellos un bulto que latía justo allí frente a su cara. Este revés no amilanó a la curiosa. Beneficiándose de la indefensión del oponente aprovechó para desliar la prenda. Vio por primera vez -en sus cortos años de vida- el inequívoco signo de la virilidad del confesor. Ella no pudo precisar de donde sacó tanta iniciativa. El no entendió cómo rindió sus votos ante tan pecaminoso acto. La jovencita con la sapiencia y espontaneidad que los instintos deparan besó, lamió, acarició y chupeteó el bálano que respondiendo a sus caricias se ensanchó y de forma acompasada, entraba y salía de tan cálido recinto.

No pudo más. Tomó a la mujer de las axilas y la incorporó ante sí. Levantó sus enaguas y hundió la cara en su vientre. Absorbió aquel olor -indefinible e inquietante- que llevaba instalado desde siempre en su pituitaria. De un solo tirón desgarró el calzón de Angélica quien gemía y balbucía incoherencias que lo instaban a continuar. La colocó a horcajadas sobre su sexo. Ambos cayeron en el banco. El grito de la joven fue amordazado por la mano de Evaristo. Su boca -ávida después de tantos años de sequía- absorbió de los labios y la lengua de la chica. A la vez con manos trémulas, acariciaba aquellos lunares y los pechos que tan golosamente se le ofrecían. Lentamente con ritmo regular el balanceo de ambos les permitió acoplar su disfrute. Angélica se contorsionó hacia atrás. Lanzó un incoercible quejido que retumbó en la capilla y que esta vez no pudo ser acallado por Evaristo, quien en ese mismo instante había perdido todo sentido de coordinación. Entonces se zafó del abrazo. Levantó delicadamente a la chica -aún desfalleciente- y la puso sobre la banqueta. Recogió estola y misal. Acomodó su apariencia lo mejor que pudo y salió del confesionario.

A partir de aquel encuentro el Capellán se volcó con mayor dedicación a su ministerio. A diario impartía los sacramentos a diestra y siniestra. La Madre Superiora al ver como Angélica cambió su inicial actitud ante la estadía forzada en ese recinto sagrado, llegó a considerar la posibilidad de su ingreso al claustro en calidad de novicia. Como los designios de Dios hasta para sus esposas son desconocidos, cuando el aya solícita fue a la celda de Angélica a despertarla consiguió su lecho intacto. La jovencita fue buscada por todo el convento. Su desaparición causó gran alharaca y estupor. Antes de decidirse a notificar a Don Gervasio, las monjitas optaron por esperar la misa para solicitar consejo del Capellán. Pasó la hora de la misa, esperaron hasta el ángelus y el Padre Evaristo no portó por el convento...


Caracas, 2001

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