30 octubre, 2007

Rogativas




A mi vecinita Mariana la conozco de toda la vida; o sea cuando nací ella ya estaba allí. Vivimos a un patio de por medio. Es mi gran amiga. Sólo ella; las otras chicas me cargan. Mis amigos me hacen mofa, pues no entienden por qué prefiero la compañía de Mariana a la de mis amigotes. Sólo a ella me gusta llevarle los libros y compartir la merienda y sentarnos juntos en el transporte escolar y sentir su perfume de recién bañadita en las mañanas y ayudarla a colocarse el sweter –que huele a ella- y ver su sonrisa de agradecimiento... y, y....o sea, que Mariana es la única chica que no tiene la cara llenas de granos. O sea, ¡Es tan linda! y además es mi única amiga. Ya lo dije....

Para acercarse más a Mariana, Javier optó por remover unas de las tablas de la cerca, así podía pasar al patio vecino sin hacer todo un rodeo por la calle. Siempre se propuso vencer todos los obstáculos que pudieran separarlo de su adorada Mariana. Estaba convencido que si el mundo -es decir sus mayores- se oponía a sus deseos, Dios estaba de su parte.

Lo que aún no había superado, era esa odiosa separación de los miércoles cuando la mamá de Mariana la recogía directamente en el colegio - ¡Para llevarla a la maldita clase de ballet!- y el regresaba solitario y desconsolado a casa. Luego desde su ventana, espiaba el regreso de ambas al anochecer. Se consolaba pensando que al día siguiente estaría nuevamente sentada a su lado y le comentaría, todo lo que hizo esa tarde que él no estuvo.

¡Señor!, tú que todo lo puedes, oye mis súplicas. Que la profesora de Ballet se enferme; que el carro de la mamá de Mariana se descomponga. De tal tenor eran las rogativas de Javier para contrarrestar las fuerzas omnipotentes de un mundo, que se le figuraba cruel y despiadado y que no tenía en cuenta su sufrimiento. En algunas ocasiones parecía que Dios lo escuchaba. Entonces, el carro se accidentaba, o a la profesora de ballet le daba gripe, o el padre de Mariana sufría algún percance menor en la construcción donde trabajaba y ese fin de semana no se iban a ninguna parte. Esto convencía a Javier de su expedita conexión con el supremo.

Hoy hospitalizaron a mi abuela. ¡Que contentura! Mis padres se trasladaron a cuidarla y yo pude quedarme al resguardo de los vecinos. ¡Qué no salga del hospital, Diosito santo! Estoy muy feliz aquí donde Mariana. Fíjate que compartimos el desayuno y el baño: fíjate que cuando Mariana me enjabona la espalda siento un cosquilleó en el pipí y jugamos con el nintendo y vemos los programas de TV comiendo palomitas de maíz. ¡Diosito esto es tan chévere! ¿Sabes?, me quedaría aquí por siempre. ¡Qué mis padres no regresen nunca, papá Dios! Que mi abuelita la operen, que entre en coma, lo que sea. ¡Anda pana, invéntate cualquier cosa con tal de quedarme aquí!

Pero esta vez, al interlocutor no le llegaron las reiteradas súplicas del fervoroso creyente. Los padres de Javier regresaron y él –muy a su pesar- volvió a su casa. Fue allí cuando sufrió la peor desilusión de su vida; la abuela había muerto …


Caracas, junio 2003