21 octubre, 2008

7 El General en su laberinto.

Temprano en la mañana telefoneó Pedro. Ella aprovechó para informarle que su amiga estaba allí. Eso no importa ahora, le dijo él. Escúchame bien: para allá va un General a quien le prestamos el apartamento. Atiéndelo bien, dale lo que pida que se quede el tiempo que quiera y eso si muchísima discreción. Te lo recomiendo, ¡ no me vayas a fallar! No te preocupes Pedro, todo se hará muy bien. Okay; lo de tu amiga lo conversamos luego. Puntualmente a las ocho de la noche tocaron a la puerta. Quina abrió a un hombre maduro, entrecano, corpulento, de ojos verdosos, que para su sorpresa venía vestido de civil. Pasé usted, ¿viene sólo? La persona que debo encontrar vendrá luego, dijo con voz grave. Se sentó en una poltrona de la sala. Quina le ofreció una bebida y el hombre aceptó. Para que no se sintiera desamparado e incómodo - Pedro se lo había recomendado tan encarecidamente- ella también se sirvió un trago y comenzó una trivial conversación. A eso de las nueve de la noche, volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era otro hombre delgado, con bigotes, muy elegantemente vestido y portaba sombrero. Lo hizo entrar y lo llevó a la sala. Al verlo el General se puso de pié y le estrechó la mano. Quina si pudo notar que el visitante tenía un dejo andino -como el suyo- cuando lo escuchó decir: Buenas noches, perdone la demora. Cuando Quina estaba a punto de retirarse, el General se dirigió a ella y le espetó: Necesitamos más privacidad. Me indicaron que podría utilizar alguna habitación. Claro, dijo ella, pase usted y los hizo entrar a la habitación principal del apartamento. Luego cerró la puerta y se fue a su cuarto a contarle Hermelinda lo que acababa de suceder. La reunión de los dos hombres fue corta, quizá una media hora. Cuando sintió llamar ¡Señorita Quina! salió a la sala y los dos hombres estaban nuevamente allí, sentados. Mi amigo se marcha, le dijo el General. Ella lo acompañó hasta la puerta. En la sala escuchó la voz grave que dijo, me tomaré otro güisqui, por favor. Quina le sirvió un nuevo trago y se sentó a la orilla del sofá para acompañarlo. ¿Conque usted es de los Andes ? le preguntó. Si señor, de Boconó. ¿Y está soltera? Si señor, solterita. ¿Y ésta es su casa ? Si, señor, por lo pronto. Ambos rieron. El General terminó su trago, se levantó, fue hacia la puerta y antes de abrir le dijo: Gracias por su atención. Quizá nos volvamos a ver, le beso la mano y salió.

continúa...

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